Por Andrea Méndez
A veces creo que la maternidad en el cine es una especie de espejo torcido donde cada director proyecta sus obsesiones más profundas. Y lo curioso es que, aunque Christopher Nolan no es precisamente el cineasta que imaginamos hablando de afectos maternos, porque preferimos asociarlo con laberintos del tiempo, arquitecturas imposibles y héroes atormentados, cuando una se detiene a mirar con calma, descubre que la maternidad aparece en su obra como una sombra persistente. No como un tema frontal, sino como una fuerza psicológica que organiza los conflictos internos de sus personajes
Yo lo entendí tarde, en una de esas noches en las que terminé viendo Interstellar sola, en la sala de mi casa. No sé si fue la música de Hans Zimmer o el silencio entre escenas, pero algo me toco profundamente cuando observé a Murph enfrentarse a la ausencia de su madre. Y sé que es un papel que casi no se menciona, un fuera de campo que podría considerarse irrelevante… pero ahí, en esa ausencia, en ese hueco imposible de llenar, hay una de las claves emocionales más importantes del cine de Nolan: la maternidad como herida original.
Para él, lo materno es un punto de quiebre, no un refugio. Y eso me fascina porque, desde el psicoanálisis, solemos pensar la maternidad como el primer vínculo, el lugar donde la vida psíquica empieza a tomar forma. Pero Nolan parece filmar justo lo contrario: el inicio de la fractura. En Memento, no hay madre, no hay origen; hay un vacío constitutivo que empuja a Leonard a buscar certezas donde sólo hay fragmentos. En The Prestige, la maternidad de Sarah se vuelve el núcleo trágico de una tensión insostenible: el desdoblamiento del hombre la convierte en testigo del desorden emocional que la destruye. Es fuerte verlo, porque su dolor nunca se grita, pero permea todo el encuadre.
Desde la mirada visual, Nolan no representa a las madres de forma directa, sino a través del espacio. Me he sorprendido pensando en cuántas tomas de su cine están construidas alrededor de habitaciones cerradas, fotografías descoloridas, objetos cotidianos que se convierten en reliquias afectivas. Son imágenes que, aunque no lo parezca, funcionan como huellas de una maternidad ausente o distorsionada. En Inception, Mal aparece como un eco del deseo y la culpa: un ideal materno que nunca pudo sostenerse. Su presencia en la arquitectura del sueño es casi uterina: un espacio que alberga y destruye al mismo tiempo.
Quizá por eso siempre termino leyendo a Nolan como un autor profundamente melancólico, incluso cuando sus películas parecen obsesionadas con lo técnico y lo espectacular. La melancolía materna es una forma de vacío emocional que se expresa en su cine como duelo imposible. Y me pregunto si eso no es parte de lo que nos atrae de sus historias: este intento desesperado por volver a un origen perdido. Interstellar lo hace evidente cuando Cooper cruza el tiempo intentando reencontrarse con Murph; no hay motivo más potente que ese anhelo de reparación entre hija y padre, marcado por la sombra de una madre que ya no está.
Y sí, sé que muchas personas ven esta película como un viaje cósmico, una odisea científica, pero para mí siempre ha sido la historia de una hija que no puede perdonar el abandono y de un padre que sólo entiende el tamaño de la herida cuando ya es demasiado tarde. Eso, para mí, es maternidad filmada desde el hueco, desde lo que falta.
También pienso en Dunkirk, donde la maternidad no aparece de forma literal, pero está insinuada en un nivel más profundo: en esa idea de protección absoluta, en esa voluntad de abrazar aquello que está a punto de desaparecer. Los barcos civiles que cruzan el canal llevan una energía maternal, una especie de gesto de cuidado colectivo que, aunque no tiene rostro, sostiene narrativa y emocionalmente la película. Es una maternidad simbólica, pero poderosa.
Y si me pongo personal, que es algo que se me da sin querer, tal vez conecto con este modo de filmar lo materno porque crecí viendo cómo las madres pueden ser también una falta, una presencia intermitente, un silencio que pesa aunque no se nombre. Verlo representado en la frialdad calculada de Nolan me hace sentir acompañada, como si él también entendiera que lo materno no es sólo amor, sino también desconcierto, ruptura y memoria.
Al final, creo que la psicología del cine de Christopher Nolan se sostiene en esta tensión entre lo que se muestra y lo que se oculta. La maternidad, en su obra, es un susurro que organiza los laberintos narrativos, una fuerza emocional que impulsa decisiones, obsesiones y sacrificios. No es un tema evidente, pero sí estructural.
Quizá por eso me quedo con la sensación de que, debajo de sus relojes rotos y sus mundos plegables, lo que realmente filma es la nostalgia de un origen perdido… el mismo origen que, para muchas de nosotras, tiene forma de madre, incluso cuando su presencia sólo existe como una sombra que nunca logramos descifrar por completo.
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