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UN DÍA CUALQUIERA. A medio vuelo

Por Rebeca Jiménez  

El teleférico rechinaba como un viejo armatoste a cada metro que subía sobre Taxco, y Liliana sentía que la cabina era más de vidrio que acero. Desde que subieron, sus manos no habían dejado de sudar. Alonso, sin decir nada, se encontraba frente a ella, con esa calma que siempre la sacaba de quicio. Él iba absorto mirando el paisaje: las casitas blancas incrustadas en el cerro, las calles empedradas como un rompecabezas, y al fondo, el horizonte diluido en una bruma azulada. Liliana apenas levantaba la vista del suelo metálico de la cabina.

—¿Te gusta? —preguntó Alonso, volteando hacia ella, con esa sonrisa que parecía no pedir permiso para aparecer.

Liliana pese a ser la que tuvo la idea de subir, no quiso contestar, el vacío que sentía en el estómago le apretaba hasta las palabras. Se limitó a asentir con la cabeza. La altura a la que estaban suspendidos le parecía enorme, pero lo que más la atemorizaba era la tensión que había entre ellos, esa "cosa" que podía acabar con el viaje antes de que empezara.

A pesar de cursar el penúltimo semestre de su carrera, era su primer viaje sola, sin los sermones de su mamá o las miradas vigilantes de su papá. Se suponía que el motivo era académico: montar la exposición de las obras del taller en el museo Casa Humboldt, pero ahora sentía que todo eso era un pretexto, una broma del destino para ponerla frente a Alonso, en una cabina suspendida en el aire.

Alonso siguió hablando, como siempre. Su voz era suave, tranquila, y describía detalles que a Liliana jamás se le habrían ocurrido: cómo el sol iluminaba los techos de las casas, cómo las nubes se movían como si fueran parte de una coreografía. Pero ella no lo escuchaba; estaba concentrada en sus propias manos, en cómo las uñas le golpeaban contra el asiento.

—¿Te da miedo? —preguntó él, al fin, con un tono entre curioso y burlón.

Liliana soltó una carcajada nerviosa. Alonso arqueó una ceja y, sin esperar respuesta, se inclinó hacia ella.

—No pasa nada, mira. Todo está bien, es seguro. Estas cosas están hechas para aguantar. —Golpeó con los nudillos la puerta metálica, como si quisiera demostrarle que no se rompería.

El golpe retumbó en la cabina, y Liliana sintió un escalofrío que la obligó a moverse. En un impulso que no logró controlar, extendió la mano y sujeto el brazo a Alonso con mucha fuerza. Él la miró, sorprendido, pero no dijo nada.

—Perdón  —dijo ella en un susurro, casi inaudible.

—No te preocupes, está bien —respondió él, y el tono despreocupado de su voz cambió a uno más suave, casi protector.

Liliana cerró los ojos. El vaivén de la cabina la hacía imaginarse en una hamaca gigante, colgando sobre un abismo, pero la presencia y seguridad de Alonso la anclaba a algo más real. Cuando sintió que él se movía, pensó que iba a apartarse, pero en lugar de eso, sintió su mano tomando la suya.

—Ya casi llegamos —dijo él, cerca de su oído.

Ella abrió los ojos y lo miró, más cerca de lo que había imaginado nunca. Alonso no era el tipo de chico que la hacía suspirar, pero había algo en su mirada, algo firme y cálido que la hizo olvidar que seguían en el aire.

—Gracias —murmuró Liliana.

—¿Por qué? —preguntó él, confundido.

—Por estar aquí —respondió ella, y sin pensar mucho más, apoyó la cabeza en su hombro.

El resto del viaje fue en silencio, pero no era el mismo silencio incómodo del principio. Era un silencio lleno de algo que ninguno de los dos sabía cómo nombrar.

Cuando la cabina llegó a la estación, Liliana soltó un suspiro, como si estuviera dejando algo más que el miedo atrás. Alonso le sonrió, y sin decir nada, le tendió la mano para ayudarla a bajar. Ella la tomó, esta vez con más firmeza.

Les esperaba el viaje de regreso, pero algo le decía que lo más importante del viaje ya había pasado, suspendido a medio vuelo, entre el miedo y la confianza.

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