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HISTORIAS PERDIDAS. El Viaje de Rocío

Por El Perrochinelo

Era el primer día laboral del año, uno de esos días en los que la ciudad de México no parece respirar. El sol apenas asomaba entre el cielo gris que amenazaba con mucho frio, y el aire, espeso por la contaminación, se pegaba a la piel. Rocío estaba parada frente a la ventana de su departamento en Ciudad Neza, mirando el caos que ya empezaba a formarse en las calles. Era temprano, apenas las cinco, y ya el tráfico estaba a punto de desbordarse, como siempre.

—¿A qué hora me voy a aventar este desmadre hoy? —se dijo mientras observaba el gentío en las calles.

Rocío tenía que llegar temprano a su trabajo en Santa Fe, ese lugar de oficinas relucientes y corporaciones que parecen sacadas de una película gringa. Pero su realidad era otra: vivía en Neza, una zona que, aunque ella decía que era el “ombligo del mundo”, también era un lugar más donde la vida diaria te arrollaba sin compasión.

Sin pensarlo mucho, agarró su mochila, se puso unas botas y salió de su casa. La calle estaba llena de coches, pero no de los que soñaba. En su lugar, se veía una mezcla de taxis, mototaxis y camiones, todos tocando el claxon como si eso fuera a resolver algo. Rocío resopló y se sumergió en la multitud.

Subirse al transporte público en Ciudad Neza era un deporte extremo, y Rocío era experta. El Mexibus, era su mejor opción, pero no se animaba a subirse a ninguno por la cantidad de personas que descendían y subían, hasta que una mano rugosa de una viejita le ayudo a entrar, la tomo de la mano y no la soltó hasta que estuvo dentro. "De aquí a Pantitlán, chinga", pensó. Aunque sabía que sería un milagro llegar sin perder los nervios.

El mexibus iba lleno, como siempre. Cada bache que tocaba le hacía rebotar el corazón, y el olor a humedad y sudor se mezclaba con el aire pesado de la mañana. A su lado, dos señoras discutían sobre la telenovela de anoche, mientras un joven que llevaba puesto un suéter de las Chivas, de esos que ni siquiera están a la moda, escuchaba sus corridos tumbaos sin audifonos.

—¡Pinche gente! —murmuró Rocío entre dientes, mientras veía el reloj. Sabía que ya era tarde. El trabajo la esperaba en ese edificio de vidrio y acero donde se sentía como un pez fuera del agua, pero también sabía que no podía permitirse fallar. Santa Fe, el centro del universo empresarial en la ciudad, no perdonaba.

A mitad del camino, el transporte se detuvo en un semáforo, y fue ahí cuando escuchó el ruido familiar: el sonido que no paraba de sonar. Pero esta vez no era un sonido cualquiera; era el de una ambulancia, y todo el mundo, por un segundo, se calló. Como si esa sirena fuera la única que tenía derecho a gritar en medio del caos.

El autobús arrancó de nuevo, y Rocío se apretó contra la ventana, mirando cómo las casas viejas, los puestos de tacos y las tiendas de abarrotes daban paso a una avenida que se hacía más y más grande, con la terminal de Pantitlán recortándose en el horizonte. De repente, ese maldito desmadre de Neza comenzó a desaparecer, y con él, algo más en su cabeza.

Al llegar a la terminal del metro, el camión finalmente se detuvo. Rocío, entre sudores y jadeos, salió al mismo tiempo que un chico con cara de angustia y una camiseta que decía "No me sigas, soy loco". Las palabras de la camiseta le hicieron gracia, pero ella no tenía tiempo para eso.

El metro, como siempre, estaba lleno, y el aire dentro parecía estar más caliente que fuera. Pero no había vuelta atrás. Rocío se metió en el vagón como pudo, sin mirar ni un segundo hacia atrás. Había gente parada, aplastada como sardinas, pero ella estaba acostumbrada. El sudor resbalaba por su cuello y su rostro, pero pensaba en el sueldo, en las horas extras, en la vida que, de alguna manera, le iba a dar.

Mientras el metro cruzaba la ciudad, Rocío pensaba en lo surreal que era ese viaje. De Neza a Santa Fe, de un mundo a otro, en pocas horas y unos cuantos pesos. Se miraba en el vidrio sucio del vagón, y por un segundo vio reflejada a una mujer que, aunque cansada, no se rendía.

—Voy a llegar, no importa lo que cueste —pensó mientras el tren pasaba por las estaciones.

Al llegar al metro Observatorio y tomar el último transporte, y casi llegar a su destino,  todo cambió. El aire se sentía diferente, como si las calles estuvieran más limpias y el ruido menos caótico. Rocío pasó por las avenidas pulcras, las oficinas que parecían una película futurista, las personas bien vestidas y las cafeterías caras. No pudo evitar pensar en cómo todo parecía una burla.

Pero ya estaba ahí. Aunque el camino había sido largo, agotador, y en muchas ocasiones anteriores infructuoso, hoy había llegado. En su trabajo, un par de miradas de desprecio de los compañeros, uno que otro comentario malintencionado, y los cafés de máquina baratos le recordaban que, al final, ella formaba parte de un engranaje que giraba sin cesar. Pero no le importaba. Porque sabía que, por lo menos por hoy, lo había logrado.

Rocío se metió en el elevador, mirando su reflejo y sonriendo para sí misma. Nadie lo notó, pero ella sentía que había ganado una pequeña batalla. Aunque la ciudad, esa que la había arrollado tantas veces, siguiera siendo la misma, algo había cambiado en ella. Ese primer día del año, había llegado temprano. Y aunque todo en su vida fuera caótico, no estaba dispuesta a rendirse. La aventura del día de hoy le había enseñado eso.

Se sacó un par de cabellos del rostro, ajustó su blusa y dio un paso más cerca de la oficina que la esperaba. Porque ella sabía, al final, que lo importante era no dejarse arrastrar por el caos, sino, más bien, aprender a bailar con él.

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