Por TPS
Había una vez una joven llamada Katia, poseedora de una imaginación tan fértil como un campo en primavera, pero tan improductiva como un desierto. Katia era experta en soñar despierta. Mientras los demás trabajaban en cumplir sus objetivos, ella se dedicaba a imaginar cómo sería su futuro brillante y lamentarse de su vida presente.
"Algún día escribiré un artículo que cambiará vidas", decía, mientras pasaba horas viendo reels en instagram.
"Pronto seré experta en arte y seré artista", repetía mientras posponía un curso de grabado porque ese día hacía mucho calor.
"Ya llegará el momento perfecto para comenzar", se decía a sí misma cada noche, antes de quedarse dormida viendo tutoriales sobre cómo organizarse mejor.
A los 19 años, Katia tenía todo el tiempo del mundo y una energía que podía iluminar ciudades enteras. A los 24, todavía hablaba de sus grandes proyectos, aunque ahora con un poco menos de chispa. A los 27, ya había desarrollado una habilidad envidiable para culpar al universo por sus fracasos.
"Es que no tengo suerte", decía mientras miraba cómo otras personas lograban cosas. "Es que no he encontrado mi verdadera pasión", argumentaba, como si la pasión fuera una pareja perfecta que aparecería de la nada para cambiar su vida.
A lo largo de esos años, Katia tuvo muchas oportunidades: una amiga le ofreció asociarse para crear una agencia de publicidad, pero Katia lo rechazó porque "no era el momento"; un profesor le sugirió publicar artículos sobre arte, pero ella prefirió "esperar a que fuera perfecto". Incluso le propusieron un trabajo relacionado con el arte, pero Katia tenía miedo de no ser suficientemente buena.
Así pasó el tiempo, y un día Katia despertó con 30 años cumplidos. Se miró en el espejo y notó algo extraño: su reflejo ya no parecía tan entusiasta. Era como si el brillo de las posibilidades se hubiera opacado. Se sentó en su cama y, como los últimos años, en lugar de imaginar su futuro, recordó su pasado.
Vio claramente las oportunidades que dejó pasar, las veces que pudo intentarlo y no lo hizo. Y, por primera vez, una pequeña pero incómoda verdad se abrió paso entre sus pensamientos: no era el universo, ni la suerte, ni la falta de pasión. Era ella misma.
Intentó retomar algunos de sus sueños, pero el mundo ya no esperaba a Katia. Las oportunidades que antes la rodeaban se habían ido a buscar a otros soñadores, y ahora, sus ideas parecían menos originales, sus contactos más lejanos y su energía más escasa.
Cierta mañana, mientras caminaba por el parque con su perro, encontró a una niña que construía algo con ramas. La pequeña parecía tan feliz que Katia no pudo evitar acercarse.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
—Una casa —respondió la niña, sin apartar la vista de su obra.
—¿Y si se destruye?
La niña la miró como si acabara de preguntar algo terriblemente tonto.
—Entonces hago otra. Pero si no empiezo, nunca tendré una, ¿verdad?
Katia se quedó en silencio. Aquella respuesta, tan simple, sono como una bomba en su mente como el eco de todas las cosas que dejo de hacer por pereza o miedo.
Moraleja:
Soñar despierto es cómodo, pero los castillos en el aire no sobreviven a la gravedad. El futuro no se construye con deseos, sino con trabajo. ¿Quieres un futuro? Comienza por cavar los cimientos.
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