Por Rebeca Jiménez
La noche era una manta negra rota por las luces intermitentes de los adornos navideños que alcanzaba a ver desde la ventana. Paty estaba sentada en el sillón de la sala, abrazada por el silencio, mientras el aroma de un pino artificial se mezclaba con el eco distante de villancicos en algún televisor vecino. La casa no era suya, pero en ese momento era su refugio. La amiga que la había acogido estaba con su familia en otro estado, y Paty se había quedado sola en un espacio prestado, una metáfora de su vida: entre paréntesis, como si estuviera de paso.
Sobre la mesa había una taza de chocolate frío que no había tocado. Alrededor, cajas de plástico con adornos navideños que su amiga insistió en que colocaran juntas semanas atrás. Paty pensó en sus padres, en la casa donde creció, en las cenas navideñas que eran más una obligación que una celebración. Su madre, siempre a disgusto, encontraba algún defecto en todo: el pavo muy seco, el árbol demasiado pequeño, los hijos demasiado torpes para sostener sus expectativas.
Recordó cómo, de niña, solía mirar por la ventana durante esas cenas, soñando con estar en otro lugar, lejos de las tensiones que llenaban el aire como un gas invisible. "Algún día todo será diferente", solía decirse en voz baja, aunque nunca supo qué significaba realmente "diferente".
Ahora que ese "algún día" había llegado, la diferencia era un vacío. Sus padres ya no estaban, y sus dos hermanos y su hermana se habían alejado. Las últimas conversaciones con ellos habían sido tensas, un eco de las cenas familiares: reproches y silencios incómodos que terminaron en despedidas apresuradas.
Paty cerró los ojos y se abrazó a sí misma, sintiendo el peso de la soledad, una soledad que no era nueva pero que esa noche parecía más intensa, como si la Navidad amplificara todo lo que le faltaba.
Un sonido la sacó de sus pensamientos: su teléfono vibrando en la mesa. Lo miró sin intención de responder, pero algo la impulsó a desbloquear la pantalla. Había dos mensajes de WhatsApp. El primero era de una compañera de trabajo a quien, meses atrás, Paty había tratado con frialdad durante un mal día. "Feliz Navidad, Paty. Espero que tengas una linda noche. Gracias por siempre ayudarme en la oficina, aunque a veces parecías enojada, sé que eres buena persona. Cuídate mucho."
El segundo mensaje era de un antiguo vecino, un hombre mayor al que solía evitar cuando se encontraba cansada y sin ganas de conversar. "Hola, Paty. No quiero interrumpir, solo quería desearte una feliz Navidad. Me acuerdo de las veces que me ayudaste con mis medicinas. Espero que estés bien. Que tengas una linda noche."
Paty se quedó mirando la pantalla, incapaz de moverse. Había algo en esos mensajes que le removía una capa profunda de su ser, una ternura mezclada con una punzada de culpa. Personas que, a pesar de su propio desgano, seguían viendo algo valioso en ella.
Entonces, levantó la mirada y vio el árbol que su amiga había decorado con entusiasmo días antes. Se dio cuenta de dónde estaba: no en la soledad de su imaginación, sino en una casa que, aunque prestada, era un espacio lleno de aprecio. Recordó cómo su amiga insistió en que se quedara, cómo la llamaba familia a pesar de que no compartían sangre ni pasado.
La noche no cambió de repente, pero algo en Paty se suavizó. Se levantó del sillón y tomó la taza de chocolate, ahora tibia, y dio un sorbo. Era dulce y amargo a la vez, como esa noche, como la vida misma.
Miró el teléfono de nuevo, y esta vez escribió a cada uno:
"Gracias por recordarme que estoy aquí. Feliz Navidad también para ustedes."
No era mucho, pero era suficiente. Se sentó de nuevo, sintiendo que la soledad aún estaba ahí, pero ya no tan intensa, ya no tan invencible. Había personas que la apreciaban, aunque ella no siempre supiera cómo corresponder. Y en esa noche, en medio de luces parpadeantes y un árbol prestado, encontró una pequeña chispa de felicidad. Una chispa que, por ahora, era suficiente para iluminar la oscuridad.
Comentarios