Querido Félix
¿Sabes qué es lo más irónico de mi existencia, además de que mis vecinos creen que soy una especie de loca antisocial porque nunca devuelvo los saludos? Me gusta la Navidad. Sí, la Navidad. Esa cosa chillante, pegajosa, infestada de luces parpadeantes y adornos brillantes que parecen diseñados para provocar ataques epilépticos. Lo sé, Félix. No parece algo propio de mí, la reina de la ironía y el pesimismo, pero permíteme explicarte antes de que me quites tu amistad por considerarme una hipócrita.
Primero, vamos a despejar las obviedades: detesto las fiestas familiares. En serio, las detesto. Es como un desfile anual de preguntas incómodas y comentarios pasivo-agresivos. "¿Y tú para cuándo?" "Deberías pensar en invertir en una casa." "Tu prima está esperando su segundo bebé, ¿qué esperas tú?" ¡Por Dios, Félix, lo único que espero es que alguien me pase otra copa de vino antes de que pierda la cordura! Pero claro, ahí estoy, sonriendo como una Miss Universo y diciendo cosas como "¡Oh, qué linda familia tiene mi prima! Qué inspiradora es su vida perfecta." Por dentro, estoy rezando para que el pavo no esté seco, porque si algo puede salvarme del colapso mental, es una cena decente.
Luego están las fiestas de la oficina. Oh, las fiestas de la oficina. Nada resume mejor "celebración navideña" como fingir entusiasmo mientras comes canapés dudosos al lado del tipo que siempre se roba el almuerzo del refrigerador común. ¿Y los intercambios de regalos? Un auténtico desfile de desilusión. Siempre hay alguien que recibe un perfume caro y alguien más (generalmente yo) que recibe un portarretratos de plástico o una vela aromática con olor a "desesperación económica".
Y no olvidemos la histeria consumista. Félix, lo que hacen las multitudes en los centros comerciales durante diciembre es digno de un documental sobre comportamiento humano. Se empujan, gritan y luchan como si el último televisor de oferta fuera a garantizarles una vida eterna de felicidad. Es agotador, francamente. Pero ahí voy yo, comprando regalos porque, aunque soy antisocial, no puedo evitar sentirme culpable si no le doy algo a la tía que me regaló un horrible suéter de renos el año pasado.
¿Entonces? ¿Por qué, en nombre de todo lo cruel y cínico, me gusta la Navidad? Es simple, Félix: porque debajo de toda esa capa de ruido, hipocresía y estrés, la Navidad tiene algo que el resto del año parece haber olvidado. Tiene humanidad.
Para mí, la Navidad es esa rara época en la que la gente, por una vez, intenta ser mejor de lo que realmente es. Aunque sea falso, aunque sea por un rato, aunque sea con las luces parpadeantes como telón de fondo, hay algo genuino en el esfuerzo. Es la vecina que nunca me saluda pero de pronto me regala una galleta casera (quemada, pero hecha con afecto). Es el tipo en la oficina que, a pesar de ser un imbécil el resto del año, te trae un café porque "es época de dar". Es el niño que escribe una carta absurda a Santa Claus pidiendo un dinosaurio y la paz mundial que ni entiende.
Me gusta la Navidad porque, Félix, representa algo que ya nadie parece apreciar: una pausa. Una excusa para detenernos, mirar alrededor y fingir que todo tiene sentido, aunque sepamos que no lo tiene. Es esa nostalgia por lo simple, por lo que solía ser. Cuando éramos niños y el mundo todavía no se había convertido en un meme cínico, y la mayor preocupación era si Santa o el niño Dios dejaría los regalos que queríamos.
Además, no voy a mentir: me encanta poner el árbol. Hay algo terapéutico en decorar un pino de plástico con luces y esferas, como si en ese pequeño acto estuviera creando un rincón de paz en medio del caos. También adoro las películas navideñas cursis que ponen en bucle en la televisión. ¿Es ridículo? Totalmente. Pero también es cálido y reconfortante, como un ponchecito calientito para el cerebro.
Y la comida, Félix. La comida. A estas alturas, creo que la Navidad me gusta porque es la única época en la que puedes comer como si no hubiera un mañana y nadie te juzga por ello. El ponche caliente, el pavo, la ensalada de manzana… No sé si el espíritu navideño existe, pero el de la gula seguro que sí, y me rindo ante él con gusto.
Así que ahí lo tienes, Félix. Me gusta la Navidad, pero no por las razones obvias. No es por las luces ni los regalos ni siquiera por el vino (aunque ayuda). Es por esos pequeños momentos en los que la humanidad se asoma entre el ruido. Por las risas que surgen de las conversaciones más tontas, por el abrazo sincero de alguien que no te lo da el resto del año, por el aroma a canela y nostalgia que llena el aire.
Y sí, también me gusta porque, contra todo pronóstico, siempre me da material para escribirte estas cartas. Así que brinda por mí, querido. Brinda por las fiestas familiares insoportables, las reuniones de oficina incómodas y los intercambios de regalos decepcionantes. Porque, al final, todo eso es lo que hace que la Navidad sea lo que es: un caos gloriosamente humano.
Con cariño y algo de ponche,
Tu amiga navideña (pero no mucho),
Rebeca Jiménez
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