Por Rebeca Jiménez
Lorena suspiró, como si al exhalar pudiera deshacerse de los rastros de una vida que nunca terminó de cuajar en sus manos. Los libros, la alfombra, el eco de los pasos de Philippe que ya no resonaban en el departamento vacío. Había creído que él era la pieza final, el extranjero encantador con el que compartiría la vida ideal. Philippe tenía todo lo que ella pensaba que quería: el intelecto afinado, el lenguaje refinado y las largas discusiones sobre teorías sociales. Pero, con los meses, esa perfección comenzó a oxidarse, revelando la frialdad de algo que parecía inalcanzablemente impersonal. Philippe se convirtió en una imagen de su propia insatisfacción; su relación se ahogó en una rutina estéril, donde los besos se volvieron gestos y el amor, una palabra sin eco.
Sin embargo, de Philippe le quedó una huella imborrable: Fernanda, su hija de cinco años. La niña era un torbellino de vida, y al mismo tiempo, un espejo cruel que reflejaba las grietas en la construcción de su felicidad. Cada vez que Fernanda le pedía un cuento antes de dormir o corría hacia ella buscando consuelo, Lorena sentía que no era suficiente. La maternidad no había sido una elección consciente, sino un paso más en la lista de expectativas que ella misma se había impuesto, y aunque amaba a su hija, la culpa de no sentir que lo hacía como debía la consumía.
Esa culpa, sumada a las ruinas de su matrimonio, hizo que buscara refugio en algo que, paradójicamente, nunca había sido un refugio: Santiago.
Con Santiago, hacía diez años, había sentido una vulnerabilidad aterradora. Él tenía una energía distinta, que la hacía sentir frágil y, al mismo tiempo, intensamente viva. Pero en su juventud, esa intensidad le pareció insostenible, y lo dejó sin explicaciones claras, convencida de que la incertidumbre era más peligrosa que la soledad. Ahora, tras una década y un fracaso matrimonial, Santiago se le aparecía en la mente como un faro en medio de una tormenta, un ideal al que podía aferrarse para salvarse de sí misma.
Lo encontró fácilmente. Redes sociales. Hablar con él fue extraño, como abrir una caja llena de recuerdos polvorientos. Le propuso un café, y él aceptó, con la misma calma que siempre había tenido.
Cuando lo vio, sintió una mezcla de emoción y decepción. Santiago no había cambiado tanto, pero ella sí. La conversación fluía con dificultad, y cada vez que él hablaba, ella buscaba desesperadamente señales del hombre que había idealizado. Pero Santiago no era ese hombre. Era real, concreto, demasiado humano para las expectativas que ella había construido.
Santiago intentó ser amable, pero no logró satisfacer la imagen que Lorena tenía de él. Cuando él mencionó con cautela que había estado bien sin ella, que tenía una pareja estable y proyectos que lo llenaban, Lorena sintió una punzada de celos y rabia. La furia, irracional e intensa, se le escapó en un tono hiriente:
—Qué fácil para ti, ¿no? Siempre tan tranquilo, tan por encima de todo. Es como si nunca hubieras sentido nada de verdad.
La sonrisa de Santiago se desdibujó, y en su lugar apareció una expresión de cansancio. No respondió.
El resto del encuentro transcurrió en un silencio incómodo, y cuando él se levantó para irse, Lorena se sintió al borde del abismo. Quería pedirle que se quedara, que le devolviera algo que ni siquiera sabía cómo nombrar, pero no lo hizo.
Esa noche, cuando volvió al departamento, Fernanda la esperaba despierta en la sala, con su muñeca rota en las manos.
—Mamá, ¿me ayudas? —pidió la niña.
Lorena sintió un nudo en la garganta. Se sentó junto a la niña y tomó la muñeca, intentando reparar el brazo que se había soltado. Mientras trabajaba en silencio, pensó en Santiago, en Philippe, en todo lo que había buscado fuera de sí misma para llenar un vacío que siempre había estado allí.
Cuando finalmente dejó a su hija dormida, volvió a la sala. Se miró en el espejo que estaba en su habitación y apenas reconoció su reflejo. Se dio cuenta, con un dolor casi físico, de que el problema no eran los hombres a los que había amado ni las relaciones que habían fracasado. Era ella, su insatisfacción, su incapacidad de aceptarse a sí misma tal como era.
Lloró, pero no por Philippe, ni por Santiago. Lloró por todo lo que nunca sería, por el peso de las expectativas que la habían aplastado, y por Fernanda, que crecía bajo una sombra que no merecía.
Cuando apagó las luces esa noche, supo que el problema que la perseguía no estaba en el pasado, ni en los otros. Era suyo, y seguiría allí.
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