Querido Félix
Hoy vamos a hablar de algo que te conté en mi última carta, una especie particular que todos hemos conocido alguna vez: las abejas reinas. No, no me refiero a las laboriosas y fascinantes criaturitas de la apicultura, sino a esa subespecie humana que se origina en las preparatorias y universidades, pero que, por desgracia, logra sobrevivir y prosperar en los ecosistemas laborales. Si el mundo fuera una de esas malas series de Netflix sobre adolescentes, las abejas reinas serían las protagonistas. Pero, como bien sabes, yo no soy fan de las protagonistas.
Las abejas reinas, querido Félix, son ese fenómeno que parece salido de un laboratorio genético. Son expertas en aparentar perfección. En la prepa, tenían todo bajo control: el cabello perfecto (ni un pelo fuera de lugar, ni siquiera después de educación física), la ropa impecable (aunque fuera el uniforme, parecía sacado de una revista) y, por supuesto, la risa sincronizada con su séquito. Porque, claro, una abeja reina nunca está sola. Siempre hay un grupo de zánganas orbitando a su alrededor, celebrando cada ocurrencia como si fuera la revelación más brillante desde la teoría de la relatividad.
Me acuerdo de Claudia, la abeja reina de mi prepa. Esa mujer tenía una habilidad para caminar como si desfilara en Milán, aunque solo estuviera cruzando el patio para comprar unos Doritos. Todos sabíamos que Claudia no comía Doritos, pero ahí estaba, sosteniéndolos como si fueran un accesorio de moda. Su popularidad era inexplicable. ¿Qué hacía? ¿Qué decía? Ni idea. Su magnetismo radicaba, creo, en su capacidad para no hacer absolutamente nada significativo, pero hacerlo con una confianza tan desbordante que la gente la seguía como si estuviera repartiendo sentido a sus vidas.
En la universidad, las cosas no cambiaron mucho, excepto que las abejas reinas evolucionaron. Ya no solo lideraban la pirámide social, sino que habían perfeccionado el arte del multitasking. Organizaban fiestas, sacaban calificaciones decentes (gracias a sus zánganas que les hacían todo) y, de alguna manera, lograban que los profesores las adoraran. Era un espectáculo de manipulación digno de un documental.
Luego llegas al trabajo y piensas: “Por fin, un ambiente adulto y profesional, libre de esta absurda dinámica social”. Pero no. Ahí están, las abejas reinas corporativas. La única diferencia es que ahora usan tacones de aguja y mandan correos electrónicos pasivo-agresivos con frases como "Espero que esta vez sí lo puedas completar correctamente". Son las que organizan baby showers de oficina con la misma pasión que un cirujano realiza un trasplante de corazón, porque, claro, tienen que ser las mejores anfitrionas.
¿Sabes lo peor de todo, Félix? Que son imbatibles en el juego de la percepción. Todo el mundo cree que son encantadoras, eficientes y generosas. Pero yo sé la verdad. No son otra cosa que maestras de la ilusión, perfeccionistas del camuflaje social. Por dentro, probablemente estén tan vacías como yo cuando intento socializar después de tres horas de reunión.
Por cierto, hay un mito ridículo de que las abejas reinas son seguras de sí mismas. ¡Falso! Su seguridad es tan frágil como una mesa de IKEA mal ensamblada. Necesitan constante validación. De sus amigos, de sus seguidores en Instagram, del mesero que les sirvió un café. Y si no la reciben, se convierten en un volcán a punto de explotar. Lo divertido es que esa misma necesidad de aprobación es lo que las hace tan entretenidas de observar. Es como ver una telenovela en vivo, pero con mejor vestuario.
No voy a mentirte, Félix. Una parte de mí las envidia. ¿Quién no querría dominar una sala con una mirada? Yo entro a cualquier lugar con la gracia de una cabra asustada y en patines, mientras que ellas logran que todo el mundo gire la cabeza. Pero luego recuerdo lo mucho que detesto las interacciones sociales y pienso: “¿Realmente quiero ser como ellas?” Claro que no. Mi paz mental vale más que una foto grupal con filtros.
A veces me pregunto qué sería de una abeja reina sin su colmena. ¿Qué pasa cuando ya no hay nadie alrededor para adorarla? ¿Cuando las zánganas crecen y se dan cuenta de que pueden volar por su cuenta? ¿Se convierten en esa tía incómoda que insiste en organizar las reuniones familiares y se ofende si alguien trae un pastel que no combina con la decoración?
Mi teoría es que las abejas reinas nunca desaparecen, solo mutan. La Claudia de la prepa probablemente ahora esté organizando brunches donde las servilletas tienen que combinar con las tazas de café. Y todas las asistentes dicen: “¡Es que Claudia siempre ha sido tan buena para esto!”. Claro, porque la necesidad de control es su combustible.
Félix, ser una abeja reina debe ser agotador. Yo apenas tengo energía para sobrevivir al día sin querer golpear a alguien con mi taza de café, y estas mujeres están ahí fuera, manejando imperios sociales como si fueran CEOs de una compañía multinacional. Es admirable, en un sentido oscuro y ligeramente perturbador.
Por mi parte, seguiré siendo una observadora silenciosa, tomando notas mentales para mi futura novela sobre la absurda comedia humana. Tal vez en otra vida fui una abeja reina, y esta es mi castigo por haber abusado de mi poder. O tal vez simplemente nací para ser la abeja negra que se sienta al fondo de la colmena, criticando en voz baja mientras las otras se pelean por el trono.
Con frío y una pizca de empatía,
Tu fiel amiga, la abeja negra.
Rebeca Jiménez
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