Por El Perrochinelo
Gerardo siempre fue conocido como “el bailador del barrio”. Si había una fiesta, no importaba si era de XV años, un bautizo o hasta el cumpleaños del vecino que no se llevaba bien con nadie, él estaba ahí, listo con sus zapatos bien boleados y un paso que parecía flotar sobre el pavimento. Era un tipo sencillo, criado entre las bocinas retumbantes y las cumbias de los sonideros de la colonia. Gerardo no necesitaba más en la vida que una pista improvisada y un buen ritmo para ser feliz.
Desde morrito ya pintaba para ser el rey de los bailes. Su mamá lo llevaba a los bailongos que armaban en la vecindad, con su ropa medio remendada pero siempre limpia. Mientras los adultos se echaban sus cubitas o un piquete, Gerardo se metía entre las parejas y, con un descaro que sacaba risas, se ponía a mover el cuerpo como si el ritmo le corriera por las venas.
La música lo era todo. Cuando cumplió 12, con su primer chamba lavando coches, ahorró lo suficiente para comprar su primer disco de vinil, uno de La Sonora Santanera. Su madre se rió al verlo tan emocionado, pero también le regañó:
—¿Pos pa' qué gastas en eso, chamaco? Mejor échale pa’l mandado.
—Es que, jefa, ¡es música pa' la vida! —respondió, con la alegría que siempre llevaba tatuada en la cara.
Con el tiempo, Gerardo creció. Se volvió ese chavo al que todos los vecinos ubicaban. Alto, delgado, con una sonrisa fácil y el cabello siempre bien peinado, listo para bailar. Su fama de buen bailarín se extendió más allá de la colonia. Cada fin de semana, con su camisa bien planchada y los zapatos boleados, recorría las calles del Peñon, la Morelos o hasta Iztapalapa, donde los sonideros armaban los bailongos más bravos.
Era una vida sencilla, pero feliz. Gerardo nunca soñó con lujos ni con salir de su barrio. No le interesaba el trabajo estable ni eso de tener una familia. Su única meta era bailar. Lo hacía con una dedicación casi religiosa, como si cada movimiento fuera un rezo al ritmo que lo había salvado de las broncas de la vida.
En el barrio, las fiestas siempre eran un espectáculo. Las luces de colores, las bocinas gigantes, los aparatos que sacaban humo y la banda que llegaba con sus mejores galas: pantalones entallados, faldas que giraban al compás de los pasos. Ahí estaba Gerardo, siempre puntual, siempre con esa chispa que contagiaba.
—¡Ahí viene el Gera, vámonos pa' la pista! —gritaban las chicas al verlo.
—¿Con quién bailará primero? —preguntaban los chavos, medio envidiosos pero siempre admirándolo.
Gerardo era un caballero del baile. Nunca dejaba a una dama sin pareja, sin importar si eran guapas o no, si sabían o apenas aprendían. Él las guiaba con maestría, con esa paciencia que lo hacía único.
—El ritmo no discrimina, compa. La música es pa’ todos —decía cada vez que alguien le preguntaba por qué bailaba con todas.
Sus pasos eran como una poesía que narraba su vida. El zapateo fuerte, el giro elegante, la manera en que inclinaba la cabeza como saludando al ritmo. Todo en él era un homenaje a la música.
Con los años, el barrio empezó a cambiar. Los viejos locales de tortas y tacos dieron paso a las franquicias que prometían café caro y hamburguesas congeladas. Los bailes eran menos frecuentes, y los chavos preferían escuchar reguetón en sus audífonos que disfrutar de una buena cumbia en vivo. Pero Gerardo seguía firme.
A sus 60 años, todavía era el rey del barrio, aunque sus rodillas ya no respondían igual y los pulmones se quejaban con cada movimiento brusco. Pero él no le hacía caso al cuerpo.
—El ritmo es eterno, carnal —decía, mientras se ajustaba los zapatos.
Una noche, la colonia organizó una fiesta en el parque. Era Día de Muertos, y las familias habían armado un altar comunitario lleno de flores de cempasúchil, calaveritas de azúcar y veladoras. El ambiente era perfecto para un baile.
Gerardo llegó temprano, como siempre. Se había puesto su mejor camisa, una de esas de seda que compró en el tianguis de La Lagunilla, y unos pantalones negros que le quedaban como guante. Miró la pista improvisada con una sonrisa melancólica. Había menos gente que en sus mejores tiempos, pero no importaba. Mientras hubiera música, habría baile.
Cuando el sonidero empezó con una de Los Ángeles Azules, Gerardo sintió un escalofrío. Era su canción favorita. La pista estaba casi vacía, pero él no necesitaba más. Cerró los ojos y dejó que el ritmo lo poseyera.
Sus movimientos eran menos ágiles que antes, pero todavía tenían esa magia que lo había hecho famoso. Giraba, zapateaba y marcaba el compás con una precisión que arrancó aplausos de los pocos que lo miraban.
De repente, sintió un dolor agudo en el pecho. Era como si el ritmo que tanto amaba lo estuviera reclamando. Pero Gerardo no paró. Su vida había sido el baile, y si iba a terminar, sería en la pista.
Cayó al suelo en medio de un giro, con una sonrisa en el rostro. Los vecinos se acercaron, alarmados, pero él ya no estaba. Había entregado su último baile, su última canción, con la dignidad de un verdadero bailarín.
La noticia de su muerte se esparció rápido por la colonia. Los vecinos contaban la historia con respeto, casi como si hablara de un héroe. “El Gera murió como vivió, bailando”, decían.
Su velorio fue sencillo, pero lleno de amor. Los amigos de la vieja guardia llevaron flores y pusieron una bocina con sus canciones favoritas. Nadie lloró mucho; sabían que él no habría querido lágrimas, solo música.
Pero el barrio lo sintió. Porque Gerardo no solo bailaba, también representaba esa esencia del vecindario que se estaba perdiendo. Con él se iba una parte de la historia, una que difícilmente volvería.
El parque se quedó más vacío después de eso. Los nuevos inquilinos ya no organizaban bailes ni fiestas. Las calles del barrio estaban más calladas, como si extrañaran el eco de los zapatos de Gerardo marcando el compás.
Porque, aunque la vida sigue, en el corazón de quienes lo conocieron, el ritmo nunca será el mismo sin él.
Señor presidente del Senado: Por tratarse de un asunto urgentísimo para la salud de la Patria, me veo obligado a prescindir de las fórmulas acostumbradas y a suplicar a usted se sirva dar principio a esta sesión, tomando conocimiento de este pliego y dándolo a conocer enseguida a los señores senadores. Insisto, señor Presidente, en que este asunto debe ser conocido por el Senado en este mismo momento, porque dentro de pocas horas lo conocerá el pueblo y urge que el Senado lo conozca antes que nadie. Señores senadores: Todos vosotros habéis leído con profundo interés el informe presentado por don Victoriano Huerta ante el Congreso de la Unión el 16 del presente. Indudablemente, señores senadores, que lo mismo que a mí, os ha llenado de indignación el cúmulo de falsedades que encierra ese documento. ¿A quién se pretende engañar, señores? ¿Al Congreso de la Unión? No, señores, todos sus miembros son hombres ilustrados que se ocupan en política, que están al corriente de los sucesos del pa...
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