Por Rebeca Jiménez
Mariana observaba las paredes del museo con una atención distraída, sus ojos recorriendo las figuras y colores que parecían haberse desvanecido en un segundo plano. Luis, a su lado, hablaba con la misma pasión que siempre la había fascinado, su voz resonaba suave pero firme, llena de entusiasmo. Hablaba de arte, de vida, de la conexión entre lo visible y lo invisible, mientras ella solo podía concentrarse en la vibración de sus palabras, en cómo cada una le acariciaba el alma sin siquiera tocarla.
Había sido su idea invitarlo al museo. Lo había hecho con una mentira piadosa: una exposición que supuestamente le interesaba a él, pero que en realidad era solo una excusa para estar juntos, solos, sin el ruido del mundo que siempre parecía interponerse entre ellos. Había una distancia entre ambos, una barrera invisible que la desesperaba, un velo que no sabía cómo rasgar. Mariana había intentado tantas veces, con sonrisas tímidas y palabras suaves, hacerle ver lo que sentía, pero Luis seguía siendo un misterio impenetrable, un ser que ella solo podía contemplar desde lejos.
Mientras caminaban por las salas, su mente se debatía entre el deseo y la culpa. El deseo de revelar lo que su corazón llevaba tanto tiempo ocultando y la culpa por haberlo arrastrado allí bajo un pretexto falso. Se sentía atrapada entre la necesidad de ser honesta consigo misma y el miedo a que, al hacerlo, rompiera algo que no podría volver a armar. Luis, con su entusiasmo incansable, parecía completamente ajeno a su lucha interna.
Había algo sagrado en su cercanía, algo que Mariana no quería profanar. La pureza de sus conversaciones, de los momentos compartidos sin palabras innecesarias, era un espacio donde se refugiaba, donde se sentía segura. Pero también había algo profano en su deseo, en la forma en que lo miraba cuando él no se daba cuenta, en cómo sus pensamientos se desviaban hacia fantasías que no podía controlar.
A lo largo del día, Luis se detenía frente a cada cuadro, cada escultura, comentando con el fervor de quien ama lo que ve, pero Mariana no podía dejar de pensar en lo que no estaba diciendo, en lo que quedaba enterrado bajo su piel. Cada palabra que no pronunciaba se volvía una daga en su pecho, una herida que ella misma seguía abriendo.
El museo comenzó a vaciarse, y con el atardecer cayendo lentamente, Mariana sintió que el tiempo se agotaba. Había planeado decirle algo, cualquier cosa que lo acercara a su verdad, pero el peso de sus propias emociones le aplastaba la voz. Luis se detuvo frente a una escultura de una figura desnuda, frágil y poderosa a la vez. La observó en silencio, y por un instante, Mariana pensó que esa figura la representaba a ella, despojada de todo, vulnerable y deseando ser vista.
—Es fascinante cómo lo que parece frágil puede contener tanta fuerza, ¿no crees? —dijo Luis, volviendo la mirada hacia ella.
Mariana sonrió, su garganta seca, sus manos temblando ligeramente. Quería decirle que sí, que eso mismo sentía ella, que dentro de su aparente fragilidad había un torbellino de emociones que necesitaban escapar. Pero no lo hizo. En cambio, asintió en silencio, dejando que el momento se desvaneciera, como siempre lo hacía.
El día llegó a su fin, y Mariana, agotada por su propia batalla interna, decidió que no era el momento. Mientras caminaban hacia la salida, Luis seguía hablando, llenando el aire con su voz, y ella lo escuchaba, cada palabra una caricia que no se atrevía a recibir del todo.
Cuando finalmente se despidieron, el museo se convirtió en un eco distante, como si la verdad que ella había querido revelar hubiera quedado atrapada entre sus paredes, oculta, intocable.
Mariana se quedó allí, observando a Luis alejarse. La culpa la invadió de nuevo, pero esta vez venía acompañada de una resignación amarga. Había algo sagrado en lo que no se decía, pero también algo terriblemente profano en lo que nunca sería.
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