Por Rebeca Jiménez.
Cada noche, el mismo ritual. Elisa, de 25 años, se acostaba temprano con la esperanza de que el sueño la librara de la inquietud que siempre la acechaba. Pero apenas las luces del día morían, algo en su mente comenzaba a desdibujar los límites entre el descanso y el tormento. La calma duraba poco, apenas unas horas, antes de que el monstruo apareciera.
Eran las tres de la mañana cuando Elisa se despertó de nuevo, su pecho comprimido por un peso invisible, sus manos temblando y su garganta seca. La oscuridad de la habitación le resultaba densa, casi palpable, pero no era la falta de luz lo que la asfixiaba; era ese monstruo que habitaba en las profundidades de su mente, siempre susurrando, siempre alimentándose de sus inseguridades.
El rostro de su madre apareció en su mente como una sombra difusa pero imponente. Sus expectativas, esas que se deslizaban en cada palabra, en cada gesto, como veneno disfrazado de amor. “Eres capaz de más, Elisa. Debes esforzarte. ¿Por qué no eres como las demás?”. No eran preguntas, eran condenas. Cada una se clavaba en su ser, haciéndola dudar de cada paso que daba, de cada decisión que tomaba.
Se sentó en la cama, abrazándose las piernas, el frío del suelo subiendo lentamente por su cuerpo. Sabía que llorar no serviría de nada, pero las lágrimas ya corrían por su rostro, como un río silencioso e imparable. El monstruo, que no tenía forma pero sí una presencia constante, se alimentaba de su angustia. Le hablaba con la voz que ella misma había creado, una mezcla de su madre, de su propio reflejo en el espejo y de las comparaciones que la sociedad le imponía. "No eres suficiente", decía. "Nunca lo serás."
Se sentía atrapada entre lo que deseaba ser y lo que debía ser, como si existiera una dualidad insalvable. Por un lado, deseaba liberarse, ser ella misma, encontrar su propio camino, aunque no estuviera lleno de éxitos visibles. Pero, por otro lado, estaba el deber, lo sagrado de cumplir con el destino que otros habían trazado para ella, el peso de la responsabilidad que nunca había pedido pero que sentía ineludible.
El monstruo reía, una risa que resonaba en su cráneo, ahogando cualquier pensamiento de esperanza. Era una entidad obscura, nacida de sus miedos, de las expectativas que su madre, y el mundo, habían depositado en ella como una carga imposible de ignorar. Elisa quería gritar, pero su voz siempre se apagaba antes de salir, sofocada por la certeza de que no había respuesta, no había salvación.
Se preguntaba si algún día podría escapar de ese ciclo, de esa prisión invisible que ella misma había creado en su mente. La culpa la envolvía como una niebla densa; culpa por no ser lo que otros esperaban, por no poder satisfacer las demandas de su madre, por no ser suficiente para sí misma. La identidad que buscaba parecía siempre más lejana, más borrosa.
El monstruo se movía entre sus pensamientos, distorsionando todo, volviendo lo sagrado de los lazos familiares en una maldición, lo profano de su propio ser en una especie de autoexilio. Ella lo sabía: no había una manera fácil de exorcizar esa criatura. Porque ese monstruo no era ajeno, no era un invasor, sino una parte de ella, nacida de años de expectativas, críticas y comparaciones. Era su reflejo distorsionado, una versión grotesca que se alimentaba de su propio fracaso percibido.
Exhausta, se recostó de nuevo, sus lágrimas secándose lentamente. Sabía que, por mucho que quisiera luchar, esta batalla no tenía un final claro. El monstruo siempre regresaría, siempre encontraría la manera de invadir sus noches, de robarle el sueño, de recordarle que, por más que intentara, nunca sería suficiente.
Con el cuerpo pesado y el alma herida, se dejó llevar por el sueño. Sabía que en alguna otra noche, el monstruo volvería. Y también sabía que, por más que lo intentara, no sabría cómo vencerlo.
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