Por Terrornauta.
Don Beto siempre decía que no había respeto por los muertos. Lo gritaba desde la entrada del panteón, cuando veía a los adolescentes correr entre las tumbas o a los borrachos buscar sombra entre las lápidas. Pero su queja más grande era por los robos. "Ya no les dejan ni descansar en paz", murmuraba cada que veía una tumba sin ventanas o puertas. "Aluminio... ni los muertos se salvan de los robos".
Todos en la zona sabían quiénes eran los responsables. No era difícil adivinarlo. Ernesto y Lalo llevaban años desmantelando tumbas, arrancando las ventanas y las puertas de aluminio para venderlas en el fierro viejo y luego gastarlo en sus adicciones. No les importaba nada. "Los muertos no necesitan lujos", decían mientras levantaban una carcajada, ignorando las advertencias de Don Beto.
Una noche, cuando el calor sofocante de abril parecía espesar la oscuridad, Ernesto convenció a Lalo de hacer otra incursión en el cementerio. Lalo tenía mala espina, pero Ernesto lo arrastró con la promesa de un buen dinero. "Hay una cripta nueva, con marcos gruesos. Nos haremos de un buen varo", dijo con una sonrisa torcida.
Entraron al panteón en silencio, con las linternas apagadas para no ser vistos. El aire estaba denso, cargado de un olor dulzón que Lalo no pudo identificar. A medida que avanzaban, el silencio era cada vez más espeso, como si el mismo panteón los estuviera tragando. El chirrido de la puerta oxidada de la cripta resonó demasiado fuerte, y por un segundo, Lalo sintió que todo el lugar respiraba a su alrededor.
—¿Viste eso? —preguntó Lalo, deteniéndose en seco.
—No empieces con tus mamadas, güey —respondió Ernesto, hurgando entre las herramientas—. Nada más es tu imaginación.
Pero Lalo había visto algo, una sombra, o tal vez un movimiento entre las tumbas más alejadas. No era el viento. El aire estaba tan quieto que sentía cómo el sudor se le pegaba a la piel. Tragó saliva y decidió no decir nada más, pero el mal presentimiento no se le iba.
Mientras Ernesto arrancaba una de las ventanas de aluminio con un ruido metálico, algo crujió en la oscuridad. Fue un sonido leve, como el roce de algo viejo y seco, algo que no debería moverse. Lalo encendió la linterna, pero su mano temblaba tanto que el haz de luz bailaba erráticamente sobre las lápidas. No vio nada, pero sintió que algo lo observaba.
—Ya vámonos, Ernesto. Esto está mal, muy mal.
Ernesto, irritado, se volvió para mirarlo.
—Eres un pinche miedoso, Lalo. ¿No ves? No hay nada aquí. Solo tú y yo y estos muertos que no dicen ni pío. Ahora échame una mano con esta otra ventana y terminamos rápido.
Lalo dudó, pero obedeció. Mientras trabajaban, el aire parecía hacerse más pesado. Y entonces, lo sintió: un susurro. No como el viento, sino como voces que no alcanzaban a formarse del todo. Parecía venir de debajo de las tumbas, como si algo quisiera emerger pero no pudiera.
De repente, un golpe seco. Lalo dio un brinco y se giró, iluminando una figura oscura al borde de su visión. No podía ser real. Era una silueta, delgada y deformada, pero lo suficientemente clara como para saber que no estaba solo. Los susurros crecieron. Se repetían, en un ritmo perturbador, como si estuvieran llamándolo desde las entrañas de la tierra.
—¡Ernesto! —gritó Lalo, con la garganta seca.
Ernesto ya no respondía. Seguía con la mirada fija en una de las tumbas. Su piel había palidecido de manera antinatural, y sus manos temblaban, pero no de miedo, sino de frío. Un frío que no pertenecía a esa noche sofocante.
De la tierra, las sombras comenzaron a alzarse. Eran oscuras, apenas distinguibles en la penumbra, pero Lalo pudo ver sus rostros. Rostros sin vida, con ojos vacíos y bocas abiertas en una mueca que parecía de rabia o de hambre.
—Esos… esos no son perros —susurró Ernesto, como si apenas fuera capaz de hablar.
De las sombras emergieron formas humanas, pero retorcidas, como si la muerte las hubiera dejado incompletas, sin terminar. Eran los muertos. Sus caras eran un rastro de lo que alguna vez fueron, sus cuerpos deformados por el tiempo, pero estaban ahí, caminando hacia ellos.
Lalo corrió. No supo ni cómo, pero sus piernas lo llevaron hasta la entrada del panteón. Ernesto no tuvo la misma suerte. Apenas cuando estaba a punto de escapar, escuchó los gritos de su amigo. Gritos que se cortaron de forma abrupta, como si algo le hubiera arrancado el aire de los pulmones.
Al día siguiente, encontraron a Ernesto. O lo que quedaba de él. Su cuerpo estaba tirado en medio del panteón, con marcas en la piel que nadie pudo explicar. Los forenses se limitaron a decir que algo lo había atacado, tal vez una jauría de perros. Pero Lalo sabía la verdad, aunque nunca la dijo. Ni a la policía, ni a Don Beto, ni a nadie.
Las ánimas ya habían cobrado su castigo.
Y no estaban dispuestas a dejar que Ernesto se fuera sin pagar.
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