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LA CRÓNICA DEL DÍA: Serenidad budista

Querido Félix,


Es increíble lo que uno es capaz de lograr cuando la desesperación toca a la puerta, o más bien, cuando el sistema laboral te arrastra, atada de manos, a convivir con lo peor de la especie humana: los compañeros de trabajo. Debo admitirlo, Félix, he desarrollado una habilidad digna de un monje budista para aparentar amabilidad. ¡Qué ironía! Yo, que cada vez que entro a la oficina siento que me han metido a la versión corporativa de una película de Saw, donde todos sonríen mientras, mientras yo tejo pacientemente las trampas.


Podrías preguntarte cómo lo hago. ¿Cómo sobrevivo al infierno de los saludos falsos, las pláticas incómodas sobre el clima o las odiosas charlas de café? Es simple: me he convertido en una experta en fingir. He alcanzado un nivel casi zen en el arte de simular que me importa un comino lo que los demás piensen. Claro, Félix, no creas que esto vino de la nada. Este "dominio espiritual" ha sido un trabajo arduo, como si me hubieran metido en un retiro budista involuntario, rodeada de almas que, en lugar de iluminarse, se complacen en el arte de hacer la vida miserable a los demás.


Mi mantra es sencillo: “Sonríe y asiente”. Es efectivo, te lo prometo. Cuando mi jefe —ese ser que en otra vida seguramente fue un capataz de plantación— decide hacer su monólogo interminable sobre la productividad, yo sonrío, asiento y en mi mente lo veo atrapado en una de las trampas de Jigsaw. Quizá una en la que debe cortar con sus propias manos todos los correos electrónicos no deseados que me manda. ¡Qué alivio sería! Pero no, Félix, ahí estoy yo, tranquila, en mi pequeño Nirvana de autocontrol, mientras mi yo interno planea elaboradas venganzas que nunca se concretarán, porque, evidentemente, "hay que mantener las apariencias".


Es que ya lo sabes: vivimos en una sociedad que valora más la sonrisa de cortesía que la honestidad brutal. Si dijera lo que realmente pienso cada vez que la señora de Recursos Humanos viene con su sonrisa tipo concurso de belleza a contarme que "debemos trabajar en equipo", probablemente yo ya estaría presa. La verdadera ironía es que me he vuelto tan buena en esto que la gente realmente cree que me agrada. ¿No es eso digno de un Oscar, Félix? Ser capaz de fingir interés por la vida amorosa de Marta de Contabilidad, que es tan emocionante como ver la pintura secarse.


El otro día, me sorprendí a mí misma siendo amable con el tipo de Sistemas. Ya sabes, ese que siempre llega con cara de que le faltaron dos horas de sueño y seis cafés para ser una persona funcional. Se acercó a pedirme que reiniciara mi computadora como si fuera un ritual sagrado, y lo hice sin poner los ojos en blanco. Ni siquiera murmuré un "qué inútil" por lo bajo. ¿Te das cuenta de mi evolución? He alcanzado la paz interior, Félix, o al menos una versión bastante convincente de ella.


Es un juego de supervivencia, eso está claro. Pero no cualquier juego. Esto es un ajedrez mental constante, en el que cada sonrisa falsa es un movimiento calculado. Y aquí estoy yo, campeona mundial de la hipocresía corporativa, sorteando conversaciones insustanciales sobre "lo duro que es el lunes" o lo "increíble" que fue el último reality show que, para mi horror, todos parecen seguir religiosamente. ¿Cómo es que todavía no he perdido la cabeza? Fácil: porque cada vez que mi mente comienza a planear elaborados asesinatos en masa, recuerdo que hay cosas más importantes. Como pagar la renta.


¿Y qué decir de las reuniones? Ah, las interminables reuniones, donde el mismo grupo de incompetentes se reúne para hablar de todo y resolver absolutamente nada. Son mi momento zen del día. Mientras ellos discuten sobre cuál color de presentación es más motivacional, yo estoy en mi mente viendo como se cierra su equipo y se les pierde la infomación. Pero desde afuera, Félix, me ves tranquila, serena, casi budista. “Claro, excelente idea, me parece genial”, digo, mientras pienso en cómo sería empujarlos a una fosa llena de sus propios discursos vacíos.


Al final del día, mi capacidad de disimular ha llegado a tal punto que me asusta. He aprendido a hacer que mi cara sea un lienzo en blanco sobre el cual los demás proyectan sus propias inseguridades. Y, lo mejor de todo, creen que realmente me importa. ¿No es fascinante, Félix? Vivimos en un mundo donde ser una persona amable y sonriente es más valorado que ser eficiente o inteligente. ¡Qué maravilla! Ahora entiendo por qué los tiburones siempre parecen sonreír: es una estrategia para engañar a sus presas antes de devorarlas.


Pero no pienses mal de mí, no soy tan cínica como para pensar que todo está perdido. Al menos he encontrado algo de diversión en este arte del disimulo. Después de todo, si no puedes escapar de la selva laboral, lo mínimo que puedes hacer es disfrutar viendo cómo se tropiezan entre ellos mientras tú te sientas en tu trono de indiferencia, con una sonrisa pintada en el rostro y una calma que solo el verdadero odio reprimido puede otorgar.


Así que aquí estoy, Félix, sobreviviendo cada día con la gracia de un monje budista en un campo de batalla corporativo. Mientras los demás corren como pollos sin cabeza, yo permanezco impasible, controlada y absolutamente mortal. Es posible que nunca llegue a ser esa persona que estalla en gritos de frustración o que deje volar su creatividad homicida, pero hey, al menos soy una maestra del arte de fingir.


Te dejo, tengo que seguir perfeccionando mis habilidades de disimulo. No vaya a ser que alguien sospeche que, en el fondo, soy más peligrosa de lo que parezco.


Con cariño,

Tu amiga antisocial, que no ha matado a nadie (aún).

 

Rebeca Jiménez  

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