Félix Ayurnamat. Tríptico: "Verano". 1998 |
Querido Félix
Espero que estés disfrutando de tu verano tanto como yo no disfruto de recordar las vacaciones de mi infancia... ¿Te acuerdas cuando te conté de mi prima, esa versión mexicana y pretenciosa de una Barbie, pero con menos encanto que ahogarte con un pedazo de comida? Pues bien, hoy voy a llevarte a un viaje por los oscuros pasajes de mi memoria, donde el sol siempre brilla demasiado y la naturaleza siempre fue mi enemigo número uno.
Desde que tengo uso de razón, mis padres decidieron que cada verano era una oportunidad de oro para "socializarme". Sí, porque claramente, Félix, encerrarme en casa con mis novelas de Agatha Christie no era lo suficientemente educativo. ¿Qué mejor idea que arrancarme de mi mundo de misterios y detectives para lanzarme a las fauces de una jungla de niñitos repulsivos cuyo mayor talento era comerse los mocos?
Ah, mi prima. La divina, la inigualable, la rubia, la inteligente, la sociable… y cómo olvidarlo, la insufrible. Cada verano era lo mismo: "¡Vamos a visitar a tu primita! ¡Qué emocionante!" ¿Emocionante? ¡Para ella, quizás! Para mí, era como ser condenada a una vida de servidumbre, obligada a soportar sus demostraciones de perfección y su falsa modestia. Todo mientras yo solo quería quedarme en mi cuarto, con mis libros, mis misterios y mi deliciosa soledad.
Recuerdo que me sacaban del coche y, antes de que pudiera quejarme, ya estaba envuelta en su mundo color de rosa. Y como si no fuera suficiente, luego venía ¡el horror, el horror! Félix. "¡Ve a jugar!" decían los adultos. ¿Jugar? ¿Con quién? Con esos niños que no sabían la diferencia entre una pelota y una piedra, que corrían alrededor sin sentido, gritando y riendo como si acabaran de descubrir la existencia de sus pulmones. Mientras tanto, yo solo quería volver a mis páginas, donde la muerte era elegante y los crímenes, sofisticados.
Pero no, Félix, la tortura no terminaba allí. Porque, según los adultos, la naturaleza era algo "hermoso" que "debía aprender a disfrutar". Claro, para alguien que ha sido diseñado para florecer en la urbe, lo más cercano que quería estar de la naturaleza era viendo un documental sobre la selva desde la comodidad del sofá de la sala. Pero ahí estaba yo, arrastrada a campamentos donde las "actividades recreativas" incluían cosas tan horribles como correr bajo el sol abrasador, trepar árboles y sentarse alrededor de una fogata escuchando historias de terror que no le llegaban ni a los talones a las historias de mi amado Edgar Allan Poe.
¿Y luego esa cosa que invento satanás? Los cursos de verano. Una broma cruel y de mal gusto. Me inscribían en esos programas infernales con la esperanza de que "abriera mi círculo social". Pero ¿cómo podría abrirme a socializar con seres tan bárbaros, Félix? Estaba rodeada de niños que, si bien no habían estado presentes en la caída de Roma, seguramente eran sus descendientes. Lo peor era que, cada vez que intentaba zafarme, aparecía alguien con la maravillosa frase de "es por tu bien". Mi bien... ¡Por mi bien hubiera sido quedarme en casa con mis crímenes, monstruos y misterios, no sumergirme en ese circo!
Y la cereza del pastel, los malditos campamentos familiares. Oh, Félix, si te contara las cosas que vi allí... Como esa vez que intentaron hacerme nadar en un río. ¡En un río! Con agua corriente, piedras y... ¿peces? No, gracias. Mientras los demás corrían felices al agua, yo me senté bajo un árbol, con el libro más denso que encontré, rezando para que me dejaran en paz.
Pero no era suficiente con la tortura del día que me infligía mis propios padres, si, ¡mis propios padres!, porque las noches eran igual de infernales. "Vamos a contar historias de miedo", decían. Y allí estaban, con sus linternas en la cara, intentando asustarme con cuentos que no asustarían ni a un bebé. Mientras ellos se aterrorizaban con historias de fantasmas e historias que se inventaban, yo me aterrorizaba al darme cuenta de la cruel realidad. Porque, Félix, no hay horror más grande que descubrir la mediocridad creativa de tus genes.
Ahora que lo pienso, Félix, quizá debería agradecerles. Gracias a ellos, hoy soy esta deliciosa misántropa que prefiero ser, alguien que entiende que no hay mejor compañía que un buen libro y que los seres humanos, la mayoría de las veces, no son más que una interrupción molesta en nuestra paz interior.
Así que aquí estoy, recordando esos veranos con un extraño sentimiento de alivio. Porque aunque en ese momento eran una tortura, me permitieron aferrarme más a mi refugio literario, a mis detectives y a la certeza de que, pase lo que pase, siempre podía escapar de esta realidad.
En fin, Félix, me despido por ahora. Espero que este relato de mis penas infantiles te haya hecho sonreír. Porque, al final del día, si no podemos reírnos de lo absurdamente patética que puede ser la vida, entonces ¿para qué estamos aquí?
Con todo el cinismo del mundo,
La siempre antisocial y lectora empedernida.
Rebeca Jiménez
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