Por El Perrochinelo
¡Qué transita, bandita! Aquí su perro callejero de confianza, el que siempre anda olfateando la esencia de la CDMX, una ciudad que, si algo tiene, es su propio soundtrack de lo más variadito y guapachoso. Hoy les vengo a echar un cotorreo sobre esos sonidos que nos acompañan en el día a día.
Los tianguis, esos lugares mágicos donde encuentras desde un aguacate pa' tu torta hasta un disco pirata con los éxitos de Juan Gabriel en japones. ¿Quién no ha escuchado al compa del "¡Llévele, llévele, marchante, que se acaban!"? Esa voz chillona que resuena entre puestos de fruta, ropa y chacharas varias, es como el himno no oficial de los domingos. Ahí, entre el chisme y las ofertas, uno se siente más en casa que un perro en la banqueta.
Pero la cosa no se queda ahí. ¿Qué tal los peseros? Esos transportes que son un viaje en sí mismos, donde la música de banda se mezcla con el rechinido de las llantas y el "baja" a todo pulmón. ¡Ay, los peseros, esa especie en extinción! Esos caballitos de metal que se creen Fórmula 1, y que cuando les toca frenar, uno siente que la vida le pasa en cámara lenta. Y si te toca subirte al que tiene estéreo, prepárate para una cumbia que te hará mover el esqueleto sin quererlo. ¡Más chilango imposible!
Y hablando de cumbias, no podemos olvidar las fiestas de barrio. Esas pachangas que empiezan con un "ponle más hielos al bacacha" y terminan con un "ya saben como me pongo, pa´que me invitan". Desde las bodas en la calle hasta el cumple de la abuela, siempre hay música sonando, gente bailando, y el clásico "¡otra, otra!" cuando la banda ya se va. Si no has escuchado a Chente, Selena o al mismísimo "Bomboro Quiñá Quiñá" en una fiesta de barrio, no has vivido la verdadera experiencia chilanga.
Ahora, un clásico de la ciudad que nos acompaña como pulga al perro: es el vendedor de fierro viejo. Ese que con su grabación más repetitiva que las mentiras de borracho, nos recuerda que cualquier cosa que ya no sirva, puede ser vendida. "Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas, ¿o algo de fierro viejo que vendan?" es el mantra que se escucha desde las ventanas, como un eco que suena en cada rincón. Esa compa se ha ganado el corazón (y el odio) de muchos, pero no hay duda de que su cantaleta es parte de nuestra identidad sonora.
Y ya que hablamos de sonidos icónicos, no podemos olvidar el tráfico. Sí, esos cláxones que suenan más que en una sinfonía descompuesta. El tráfico de la ciudad es como una orquesta desafinada, con sus cornetas, gritos de "¡avanza, no seas wey!", y el motor de los carros que se quedan parados porque, claro, siempre hay un embotellamiento sorpresa. Es un caos que, aunque nos haga renegar, también es parte del encanto de vivir aquí.
Por último, pero no menos importante, los "firulais". Estos compas caninos que ladran sin descanso, día y noche, como si tuviera una guerra personal con todo. A veces me pregunto si esos cuates peludos no serán un guardián del inframundo, cuidando su territorio con un entusiasmo más grande que el de un mariachi en Garibaldi. Esos ladridos son parte del soundtrack nocturno de muchos barrios, y aunque a veces más de uno quiere aventarnos la chancla, al final se convierte en parte de la familia sonora de la ciudad.
Así es, mis carnalitos, la Ciudad de México es un mix de sonidos, un mosaico auditivo que nos recuerda que estamos vivos, que somos parte de este enorme barrio que vibra con cada nota, con cada grito, con cada motor que ruge. Así que la próxima vez que sientan que los sonidos de la ciudad los agobian, piensen que esos ruidos son la banda sonora de nuestra vida, el reflejo de una urbe que nunca duerme y que siempre tiene algo que contar.
Nos vemos en las calles, raza, y no olviden afinar el oído, porque en cada esquina hay una historia, un sonido que nos hace únicos y nos recuerda por qué amamos ser chilangos. ¡Cuídense, y no dejen de cotorrear!
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