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La crónica del día: Los borrachos.

 

¡Querido Félix!

No sé si recordarás aquella vez que platicábamos sobre las categorías los "malacopas". En mi infinita sabiduría, te conté cuánto disfrutaba observar a esta fauna urbana desde una distancia segura, con un Aperol Spritz en la mano. ¿Lo recuerdas? Pues bien, he cambiado de opinión. Pocas cosas en el mundo son más patéticas y desagradables que ver a alguien que no sabe beber alcohol.

Pero repacemos el catálogo de teporochines que hicimos, usare a las criaturas de mi oficina de ejemplo, empecemos por el clásico "borracho llorón". Este espécimen es fácil de identificar: suele empezar la noche con la promesa de una fiesta desenfrenada, pero conforme avanza el reloj y el nivel de alcohol en su sangre, se desmorona en un mar de lágrimas y sollozos. "¡Nadie me entiende!", gritan entre hipidos, mientras intentan aferrarse a cualquier alma caritativa que les preste un mínimo de atención. Siempre he pensado que estos individuos deberían venir con una advertencia: "No mezclar con tequila y problemas emocionales no resueltos".

Luego tenemos al "borracho filósofo". Este tipo es una joya. Con cada copa, su discurso se vuelve más profundo y su tono más solemne. De pronto, están resolviendo los grandes misterios del universo, desde la teoría de la relatividad hasta el sentido de la vida. Claro, al día siguiente no recuerdan nada y vuelven a ser las mismas personas grises que no saben diferenciar entre Nietzsche y un sandwich de jamón.

Ahhhh, no podemos olvidar al "borracho agresivo". Este es el tipo que me hace agradecer mi habilidad para desaparecer en las sombras cuando la situación se pone tensa. Empiezan con bromas pesadas, luego pasan a los empujones y, antes de que te des cuenta, están desafiando a media fiesta a una pelea. Son la prueba viviente de que el alcohol es un amplificador de la estupidez humana. Siempre me ha resultado curioso cómo alguien puede pasar de ser un enclenque oficinista a un aspirante a luchador de la WWE con solo unas cuantas cervezas.

Tenemos también al "borracho enamorado".   Este es un espécimen particularmente incómodo. Con cada sorbo, su amor por el prójimo crece exponencialmente, hasta el punto en que te encuentras atrapado en un abrazo pegajoso mientras te dicen lo maravillosa que es la vida y cuánto te quieren. Lo peor es que, al día siguiente, actúan como si nada hubiera pasado, como si no hubieras pasado la última media hora de la noche tratando de escapar de sus garras sudorosas.

Hablemos ahora del "borracho repetitivo". Este individuo tiene una fascinante capacidad para contar la misma historia una y otra vez, con la misma pasión y detalle, como si fuera la primera vez que lo hacen. Te puedes imaginar, Félix, lo exasperante que es cuando estás atrapado en una conversación en bucle, deseando fervientemente que alguien les quite la bebida de la mano o, mejor aún, que aparezca un agujero negro y los absorba.

Y cómo no mencionar al "borracho dormilón". Este tipo no tiene mayor ciencia, simplemente se apagan. Un momento están cantando a grito pelado, y al siguiente, están roncando en la barra, en el sofá, o, si tienes mucha mala suerte, en tu regazo. La ventaja es que son fáciles de manejar: solo necesitas un buen empujón y los mandas directo al sueño etílico.

Por último, está el "borracho vomitón". Este es, sin duda, el peor de todos. Su incapacidad para mantener el alcohol en su estómago resulta en escenas dignas de una película de terror de bajo presupuesto. No importa cuánto intenten, siempre terminan arruinando la fiesta con sus espectáculos gástricos. Y claro, ellos son los que más sufren las consecuencias al día siguiente, con resacas que podrían derribar a un caballo.

La pregunta que siempre me hago, y que seguramente tú también te has hecho, es: ¿por qué lo hacen? La respuesta, mi querido Félix, es más triste de lo que parece. La mayoría de mis compañeritos utilizan el alcohol como un escape de su triste y patética realidad, una manera de evadirla, junto con sus problemas emocionales. Lo que estas criaturas no se dan cuenta es que están cavando su propia tumba. Las secuelas en su salud serán devastadoras: hígados destrozados, cerebros fritos, corazones arruinados. Es como ver un accidente a cámara lenta, donde la víctima no se da cuenta del impacto hasta que es demasiado tarde.

Por eso, he aprendido a evitar a estos borrachines como si fueran la peste. No necesito su drama ni sus desastres para entretenerme. Prefiero observar desde lejos. Porque al final del día, la vida ya es lo suficientemente complicada sin tener que lidiar con los borrachos.

Así que, la próxima vez que estés en una fiesta y veas a alguien que empieza a mostrar los primeros signos de embriaguez, recuerda mis palabras. Huye. Corre en dirección contraria y sálvate del espectáculo patético y repetitivo que está a punto de desplegarse. Tu salud mental te lo agradecerá.

 

Con mi habitual falta de amor por la humanidad,

Rebeca Jiménez

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