El otro día pensaba que lo que hace que la vida cotidiana sea tan frustrante en nuestros países pobres (“subdesarrollados”) es la falta de vida democrática; no política democrática, ni democracia política, sino vida democrática. No es inteligencia lo que falta, ni siquiera preparación, porque en nuestros países hay capas sociales perfectamente preparadas, claro que extremadamente minoritarias, pero las capas preparadas son también muy minoritarias en los países ricos. Pero la vida cotidiana tiene en esos países algo invenciblemente sombrío que proviene de una especie de daltonismo social en las capas pudientes y dominantes. Esas capas ven a la sociedad en blanco y negro, sin color, sin calor, sin la riqueza y la alegría que dan los sentimientos solidarios participativos y leales. Con o sin democracia política, en la vida cotidiana, democrático quiere decir simplemente socialmente sano. Esa salud implica una renuncia; no una renuncia utópicamente abnegada, sino una simple elección. Elegir renunciar al egoísmo más ciego (más daltónico) a cambio de las alegrías de participar en una sociedad sana. En México por ejemplo es casi inimaginable (estadísticamente) que alguien que tenga alguna oportunidad de corromperse y adquirir poder, dinero, privilegios, renuncie a corromperse. Los que así se corrompen carecen por supuesto del órgano necesario para percibir a qué renuncian así. Ese daltonismo contamina a la sociedad, que se vuelve toda ella en blanco y negro, toda ella sombría: ningún mexicano cree de veras que alguien que puede corromperse pueda renunciar a corromperse. Así la alegría social, la vitalidad inteligente, la participación sana, que indudablemente existen, se ven constantemente frustradas por ese smog que viene de arriba, de los que no quieren nunca renunciar a unas repugnantes ventajas, ciegos para toda moral social.
En un país donde hasta ahora no ha habido nunca o un presidente o su familia ilegítimamente enriquecidos, la vida es necesariamente triste.
En un país donde hasta ahora no ha habido nunca o un presidente o su familia ilegítimamente enriquecidos, la vida es necesariamente triste.
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