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RUMORES: El viaje que no cobré

El viaje que no cobré

(Relato de Paco “El Negro”, taxista capitalino, 1966)

Por Terrornauta


Yo ya había visto cosas raras, joven. Taxista desde los veinte. De todo me tocó: borrachos vomitones, parejitas urgidas, policías que no querían dejar rastro, hasta uno que traía una cabeza envuelta en periódico… pero de eso mejor ni hablamos.

Lo que le voy a contar pasó en el 66. Yo andaba ruleteando por Reforma, ya tarde, como a la una de la mañana. De esas noches lentas, sin clientela. Me echo por Sullivan, cruzo a San Cosme, y de reojo veo a una chava parada en la banqueta, justo frente a una casona vieja de la San Rafael, grandota, con portón de hierro oxidado. Tenía la pinta de estar abandonada. De esas casas que huelen a puro olvido.

La chava vestía raro. Falda larga, suéter cerrado hasta el cuello. Tenía el pelo recogido y cargaba una muñeca como de trapo, muy gastada. Pero no era una niña, no. Se veía como de unos veinte. Lo que más me sacó de onda fue que no se movía, nomás me miraba fijo. Como si me estuviera esperando.

Bajo el vidrio y le grito:

—¿Vas pa’l centro?

Y sin decir nada, se sube al asiento de atrás.

—¿A dónde vamos?

Silencio.

Yo ya me la olía rara, pero ni modo, la noche estaba flaca.

—¿Todo bien?

Y ahí es cuando me dice, con una voz bajita, como de eco:

—Quiero volver a mi casa.

—¿Dónde vives?

—Ahí —y señala la casona que acababa de dejar atrás.

—¿Ahí? Pero eso está… cerrado desde hace años.

—Mi mamá me está esperando.

Le juro que sentí un escalofrío en el espinazo. Pero seguí manejando, pa’ no hacerla de tos. Dimos la vuelta por la misma manzana, pero cuando pasamos frente a la casa otra vez… ya no había nadie en el asiento de atrás.

Frené en seco. Me bajé. Revisé todo el carro. Nadie.

Y lo peor: en el asiento trasero quedó tirada la muñeca. Rota, con la cara sucia, y una de las piernas cosida con hilo rojo. Le juro que olía a tierra mojada y a algo más... como a cera quemada.

No cobré la carrera. Me fui directo a la casa de mi madre en La Guerrero, temblando como novato.

Al día siguiente le conté a don Apolonio, otro taxista más viejo que la mismísima ciudad. Nomás me dijo:

—En esa casa vivían unos chamacos que desaparecieron. Dicen que los enterraron en el patio. Desde entonces, cada cierto tiempo, uno se aparece pidiendo que lo regresen a su casa. Pero su casa ya no está.

Le dejé la muñeca a una señora que hacía limpias. Me dijo que no era de este tiempo. Que tenía “amarrada energía de juego viejo”, lo cual no entendí, pero me dio miedo.

Desde entonces, paso por ahí de largo. Aunque la casona ya no está, aunque ahora hay un edificio, aunque cambien las calles… yo siento que algo se me sube al taxi si me detengo.

Así que ya sabe, joven. Si una noche ve a alguien parado frente a un portón viejo, con cara triste y ropa rara… no frene.

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