Félix Ayurnamat. Óleo sobre tela, 2025
Por Félix Ayurnamat
Muchas veces las enfermedades no llegan de manera súbita, sino como un horizonte que se oscurece sin ruido, igual que el mar cuando decide cambiar de humor. Nadie puede señalar el instante exacto en que el agua deja de ser amable; solo se sabe que, de pronto, el oleaje ya no responde a la voluntad del navegante. Así entra el cáncer en la vida de una familia: no como un golpe, sino como una marea que empieza a subir mientras fingimos que podemos tener el control.
La negación es un acto de supervivencia. Al principio, uno se aferra a la idea de que el barco es más fuerte que la tormenta, que la brújula aún funciona, que la costa está cerca. Se pronuncian palabras como probablemente, quizá, todavía no. Se cree que nombrar la enfermedad es concederle una existencia que tal vez pueda evitarse. Yo también creí que el silencio era una forma de protección, que cerrar los ojos impediría que el monstruo respirara bajo la quilla.
Pero el cuerpo no entiende de metáforas ni de pactos. El cáncer avanza con la indiferencia del océano: no odia, no ama, no se detiene a justificar su fuerza. Y entonces llega el momento, inevitable como la noche, en que la negación se agota. Aceptar no es rendirse; es, más bien, aprender a leer el cielo sin mentirse. Es reconocer que el viaje ha cambiado y que la travesía ya no se mide en distancias, sino en días compartidos, en palabras dichas a tiempo, en silencios que por fin se permiten ser sinceros.
La aceptación no trae calma inmediata. Trae una lucidez incómoda. De pronto, cada gesto pesa más, cada despedida parece anticipada, cada risa suena como un tesoro frágil. Acompañar a alguien enfermo es convertirse en vigía: se observa el mínimo cambio, el menor signo, con una atención que roza la obsesión. Se aprende que el afecto no es prometer salvación, sino permanecer firme junto al timón, incluso cuando el rumbo es incierto.
Y, sin embargo, en medio de situación de incertidumbre, aparece algo que no se deja hundir. La esperanza no es una ilusión heroica ni un optimismo ruidoso. Es una forma humilde de resistencia. Vive en los pequeños gestos: en una mano que se aprieta, en una mañana sin dolor, en una conversación que no gira en torno a la enfermedad. La esperanza es aceptar que no controlamos el mar, pero sí la dignidad con la que navegamos.
Uno como familiar, aprende que no todos los viajes están hechos para llegar a puerto. Algunos existen solo para revelarnos la profundidad de nuestros afectos y la verdad de nuestra fragilidad. El cáncer, con toda su crueldad, arranca las máscaras y deja al descubierto lo esencial. Nos permite mirar de frente la finitud, no como una derrota, sino como una condición compartida.
Al final, comprendí que acompañar no es luchar contra la tempestad, sino mantenerse despierto dentro de ella. Y que, aun cuando el océano sea inmenso y oscuro, el simple acto de no soltar al otro es, en sí mismo, una forma de esperanza.

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