Por Andrea Méndez
La primera vez que vi una película de Richard Linklater sentí algo muy extraño: no pasó “nada” en términos dramáticos tradicionales, pero cuando terminó, yo ya no era la misma. Me quedé con la sensación de haber escuchado una conversación demasiado honesta, como esas que uno tiene a las tres de la mañana y que luego se queda en la cabeza durante años. Desde entonces entendí que el cine de Linklater no busca el impacto, sino la permanencia.
Su obra me parece muy interesante porque trabaja con aquello que no suele representarse: el tiempo psíquico. No el tiempo del reloj, sino el tiempo interno, ese que se estira, se contrae y se repite según lo que sentimos. Boyhood es el ejemplo más evidente, pero no el único. Toda su filmografía está atravesada por la pregunta: ¿qué hace el tiempo con nosotros mientras creemos que no pasa nada?
Linklater confía en la palabra como otros directores confían en la acción. Sus personajes hablan, divagan, dudan, se contradicen. Y eso, para mí, es profundamente analítico. En la trilogía Before (Before Sunrise, Before Sunset, Before Midnight), los diálogos funcionan como sesiones de análisis itinerantes: dos personas caminando, hablando de todo y de nada, intentando nombrar el deseo, el miedo a la pérdida, la frustración de no haber elegido distinto.
Hay algo casi terapéutico en esa forma de filmar. La cámara acompaña sin juzgar, sin subrayar. Me llama la atención cómo Linklater entiende que hablar no resuelve, pero sí transforma. Cada película de la trilogía es una elaboración distinta del mismo vínculo, una repetición con variaciones, como diría Freud. El amor no se “soluciona”; se resignifica con el tiempo.
Visualmente, Linklater es discreto, pero nunca descuidado. Sus planos suelen ser largos, con movimientos suaves, sin cortes bruscos. La cámara observa, escucha, espera. Me gusta pensar que su puesta en escena es profundamente ética: no invade la intimidad del personaje, no lo explota emocionalmente. Hay una confianza radical en el espectador, en su capacidad de sostener el silencio y el pensamiento.
En Boyhood, esta ética se vuelve casi radical. Ver crecer a un niño durante doce años no es un truco narrativo, es un experimento emocional. No hay grandes tragedias ni clímax artificiales; hay divorcios, mudanzas, decepciones pequeñas, momentos aparentemente insignificantes que, en retrospectiva, son los que más pesan. Eso es brutalmente verdadero: la subjetividad no se forma en los grandes eventos, sino en la repetición de lo cotidiano.
Linklater no cree en identidades fijas. Sus personajes están siempre en proceso, siempre “siendo”. En Waking Life, esta idea se vuelve explícita: el yo es una construcción inestable, una serie de pensamientos flotantes que intentan agarrarse a algo. La animación rotoscópica refuerza esa inestabilidad: los cuerpos se deforman ligeramente, como si la identidad nunca terminara de asentarse.
Esa fluidez me resulta profundamente humana y, honestamente, reconfortante. Como una mujer joven que soy (y sí, todavía joven aunque a veces el mundo diga lo contrario), me reconozco en esos personajes que no tienen respuestas claras, que dudan de sus decisiones pasadas, que sienten que llegaron tarde o demasiado pronto a su propia vida.
Algo que me obsesiona del cine de Linklater es su relación con el presente. Muchas de sus películas parecen decirnos: esto es lo que hay ahora. No hay promesas de futuro ni explicaciones cerradas del pasado. En Everybody Wants Some!!, por ejemplo, la juventud no es nostalgia, es presente absoluto. El tiempo todavía no pesa, pero ya empieza a insinuarse.
Esto me parece una forma muy honesta de representar el deseo: siempre situado en el ahora, aunque cargue con fantasmas del pasado. Linklater no romantiza ni condena; observa. Y en esa observación hay una enorme ternura.
Ver cine de Linklater siempre me llevo a una pregunta incómoda: ¿estoy realmente escuchando a los otros? ¿o sólo espero mi turno para hablar? Sus películas me obligan a bajar el ritmo, a prestar atención, a aceptar que el sentido no siempre llega de inmediato. A veces me frustran, sí. Pero también me acompañan.
Recuerdo haber visto Before Midnight en una etapa de mi vida en la que el amor ya no era promesa, sino desgaste. Salí del cine con un nudo en la garganta, no porque fuera triste, sino porque era honesta. Y esa honestidad, en el cine, es rarísima.
La psicología del cine de Richard Linklater no se basa en el trauma espectacular ni en el conflicto extremo, sino en la observación paciente de la existencia humana. Su cine nos recuerda que pensar, hablar y existir son actos profundamente cinematográficos. Que la vida sucede mientras creemos que no sucede nada. Y que, a veces, lo más revolucionario que puede hacer una película es sentarse a escuchar.
Por eso vuelvo a él. Porque en un mundo que grita, Linklater susurra. Y en ese susurro, al menos para mí, hay una verdad que se queda.
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