Por Félix Ayurnamat
Lili se quedó quieta, con los talones en el borde de la banqueta. No tenía sombra. O tal vez sí, pero se le había ido despegando con el calor. Tenía cuarenta revistas en una bolsa de mercado, un vestido de flores chillonas que le rozaba las rodillas, y un suéter café que olía a naftalina y a religión.
—Nada más tres horas, Lili —le había dicho su madre esa mañana—. Tres horas de tu vida pa’ salvar otras.
Las horas se hicieron varias. Las revistas se quedaron igual.
El semáforo cambiaba. Verde. Rojo. Verde otra vez. La gente pasaba rápido, sin verla. Algunos la miraban con burla. Otros con lástima. Nadie se detenía. Una mujer con tacones le dijo bajito: “pobrecita”. Un señor le aventó una moneda a su bolsa que rodó hasta la coladera.
Lili ni se dio cuenta.
A lo lejos, un puesto tenía una cumbia en volumen muy bajo. Eso era lo que más le dolía: que todo sonara lejos. Que hasta la música pareciera venir de otro tiempo.
—¿Quiere leer algo bonito? —ensayó con una señora que se veía perdida—. Es gratis.
La señora ni la oyó. O fingió.
La ciudad tenía ese modo de no escuchar a nadie. De callar con todos los dientes.
La bolsa le pesaba. El suéter picaba. El vestido se le pegaba a las piernas. Pensó en dejar las revistas en la calle y correr. Pero no sabía correr. Desde que su papá se fue, su madre no la dejaba ni mirar por la ventana.
—¿No te da pena estar ahí? —le preguntó un chavito, mascando pepitas.
Se fue silbando. Dejando un rastro de cáscaras.
Una pareja se besaba en la entrada del Metro. Un señor gritaba algo de los zapatos usados. Un globo se reventó.
Lili bajó la vista. Le hablaban los pies. Querían moverse. Pero no tenían a dónde. Ni para qué.
La madre iba a venir por ella a las cuatro. O eso dijo. Pero eran las seis y media y el sol ya ni la tocaba. A lo lejos, entre los ruidos, creyó escuchar la voz de su padre. Decía su nombre. Lo decía como cuando le enseñaba a andar en bicicleta.
Volteó. No era nadie. Solo un niño vendiendo dulces, igual de solo.
Se recargo en un muro de una zapatería. El vestido se arrugó feo. El mundo olía a smog y a agua estancada. Volvió a contar las revistas: cuarenta. Las mismas. Como si el tiempo no contara.
—¿Te vas a quedar ahí? —le preguntó un vagabundo con la voz dormida.
El hombre siguió su paso, arrastrando una cobija como si fuera un perro.
Lili cerró los ojos. No pensó en Dios. Ni en la gente. Ni en nada. Solo en el ruido que hacía su corazón cuando se acordaba de que no quería estar ahí.
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