Por Félix Ayurnamat
Rina Lazo, construyó su identidad artística entre Guatemala y México, haciendo suyo ese espacio cultural. Nacida en Ciudad de Guatemala el 23 de octubre de 1923, recibió una beca que la llevó a estudiar en México en 1946 y pronto se hizo discípula de Diego Rivera. Esa transición no fue solo geográfica, sino también creativa: encontró en México un lenguaje mural que conectaba con sus raíces mesoamericanas.
Desde que llegó a la Escuela La Esmeralda, trabajó junto a Diego Rivera como asistente en obras como “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”. Él mismo la definió como “mi mano derecha y mi mejor estudiante”. En todos esos años participó en murales clave: en el Cárcamo del río Lerma, en el Estadio Olímpico Universitario y en el hospital La Raza, colaborando en obras con una gran carga de significado social.
Admiro el compromiso que mostró cuando se trasladó a la selva lacandona para estudiar los murales originales de Bonampak. Molió pigmentos locales, fabricó tonos como el “Amarillo Bonampak” para reproducirlos fielmente en la calca que ahora adorna el Museo Nacional de Antropología. Eso revela una ética del color (el pigmento como vínculo directo con la tierra) que pocos artistas cultivamos hoy.
Una de sus obras más personales es el mural ”Venerable abuelo maíz”, inspirado en el Popol Vuh, que pintó en la sala Maya del Museo Nacional de Antropología. Son unos 19 metros de temple sobre tela, donde aparecieron figuras cosmogónicas mayas, el maíz como eje narrativo, y una visión espiritual del mundo mesoamericano. A partir de ese proyecto quedó claro que para ella el muralismo no era solo una técnica sino una forma de revalorizar culturas indígenas y ofrecer una lectura colectiva del legado ancestral.
Otra obra decisiva es “Xibalbá, el inframundo de los mayas”, el último mural que terminó poco antes de morir en noviembre de 2019, y que se exhibe desde agosto de 2024 en el Museo Palacio de Bellas Artes como el primer mural realizado por una mujer en ese recinto. Fue un trabajo de diez años, con intervención directa sobre andamios, una entrega física total hasta el final de sus días.
Para mí, lo fascinante de su obra es cómo mezcla conciencia social, política y estética sin caer en lo monumental grandilocuente. Fue militante del Partido Comunista, activista cultural y militante del muralismo como herramienta educativa. Como alumna de Rivera y luego como profesora en el INBAL, en Oaxaca o en Guatemala, entendió que el arte debe estar en las calles, no aislado del pueblo.
Ella cambió el estigma de asistente para asumir plenamente la autoría de murales. Se casó en 1949 con el también artista Arturo García Bustos, formaron la familia en Coyoacán y juntos adaptaron su casa, “La Casa Colorada”, en una galería donde además se exhibieron calcas y obras de ambos. Esa casa fue refugio artístico y punto de encuentro, un núcleo creativo que incubó tanto producción como reflexión estética.
Rina Lazo representa una tensión fértil: uno entre la tradición muralista y la mirada contemporánea. No fue figurativa al modo clásico, pero tampoco perdió la narrativa; contó historias con color, forma y simbolismo cultural. Su trayectoria ha sido objeto de biografías como “Rina Lazo: Sabiduría de manos” (1998) y múltiples homenajes en México y Guatemala.
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