Querido Félix:
Ya empezó oficialmente el apocalipsis: las vacaciones de verano.
Y no es que una sea amargada (bueno, sí), pero seamos honestos: salir a la calle estos días es como lanzarse a una selva sin machete ni voluntad de vivir. Están sueltos, Félix. Todos. Los niños. Las pequeñas fieras salvajes que durante diez meses al año se mantienen encerradas en jaulas institucionales llamadas escuelas, ahora andan libres, sin correa, sin supervisión, sin tapón emocional. Y lo peor: sin maestros que los aguanten. Están por todas partes. Gritan, saltan, corren, se arrastran, chillan, vomitan lo que tragaron, trepan bardas y patean sillas en las fondas como si estuvieran recreando la caída de Constantinopla, pero sin contexto histórico.
Yo los observo con la misma expresión que una viejita de pueblo ve llover sapos: entre el espanto y el resentimiento.
Los parques parecen zonas de guerra. El otro día fui a la tiendita por un café y salí perseguida por un grupo de niños en crocs con pistolas de agua que gritaban “¡es ella, mátala!” como si yo fuera la bruja del bosque en una película de bajo presupuesto. Y los papás ahí, sentados en la banqueta, viendo TikToks con la mirada perdida, con cara de “ya me rendí, ahora que me lleve Dios”.
Te digo una cosa: mi respeto eterno a los maestros de primaria. Héroes sin capa. Mártires del aula. Ángeles de guardia con contractura crónica. Sobre todo los de segundo de primaria, donde los niños todavía creen en Santa Claus, pero ya aprendieron a usar groserías y a escupir sin culpa. Pienso con ternura oscura en la maestra Ángela, aquella santa sufriente que nos tuvo de alumnos. No sé cómo no acabó en el psiquiátrico con la bata al revés, haciendo avioncitos con exámenes de los reprobados. Esa mujer merecía una estatua y un tratamiento vitalicio de clonazepam patrocinado por la SEP.
Ahora bien, Félix, escúchame con atención, porque aquí es donde me pongo seria: todo esto no es casualidad. Esto está planeado. Sí, sí. El sistema quiere que los niños sean así. Lo descubrí mientras intentaba meditar en mi sala y terminé gritando “¿¡QUÉ ES ESE RUIDO!?” porque afuera unos infantes estaban jugando a lanzarse piedras y se estrellaban contra mi ventana.
Piensa: ¿por qué se fomenta que los niños “se expresen libremente” todo el tiempo? ¿Por qué ya no hay castigos, ni silencios obligatorios, ni la chancla pedagógica de antes? ¿Por qué se estimula la hiperactividad, el desmadre, el ruido sin propósito? Porque, mi querido Félix, un niño desbordado, sin estructura, sin límites ni autoridad clara, es el futuro adulto perfecto para el capitalismo. No va a cuestionar nada. No va a organizarse. No va a resistirse. Va a estar tan emocionalmente mal regulado que lo único que sabrá hacer es consumir, trabajar y seguir gritando. Ya no por diversión, sino por estrés, pero eso no importa.
Lo llaman “infancias libres”. Pero es mentira. Lo que quieren es una sociedad saturada de adultos cansados, desbordados, que aceptan cualquier mierda con tal de que los dejen dormir. Porque un adulto extenuado por su hijo de seis años no va a hacer huelga, no va a leer teoría política (yo tampoco lo hago, pero lo mío es por decisión propia), no va a prender fuego a nada. Solo va a firmar lo que le pongan enfrente y pagar la mensualidad de la escuela privada para que alguien más aguante seis horas a su criatura. ¿Te das cuenta? Es brillante. Malévolo, pero brillante.
Y los niños, claro, felices de la vida, creyéndose libres porque pueden hacer lo que quieran sin consecuencias. Pero no son libres, Félix. Son parte del show. Parte de la gran simulación. ¡Todo esto es un circo montado por el Estado y las corporaciones de cereales azucarados!
Por eso, cuando alguien me pregunta: “¿Y tú cuándo vas a tener hijos?”, yo sonrío con los ojos vacíos y digo: “cuando el mundo necesite uno más”. Porque ya bastante hago con no patear a los hijos ajenos cuando me gritan en el camión.
En fin. Aquí me tienes, ocultándome, rezando al dios de los tapones auditivos, rodeada de ventiladores porque no puedo abrir ni una ventana sin que entre el grito desgarrador de alguna criatura que juega a ser el personaje de moda en el parque de enfrente. Las vacaciones han empezado, Félix. Y yo ya activé el protocolo: esconderme, playlists de white noise, y mi alma en posición fetal.
Si no contesto en unos días, ya sabes: me llevaron. No sé si los niños, el sistema, o ambos.
Te mando un abrazo desde mi búnker emocional.
Con odio al verano y un poquito de amor hacia ti.
Rebeca Jiménez
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