Por Félix Ayurnamat
El domingo por la tarde, en el Pizza Jazz Café en la colonia Portales, el cuarteto Diidxajazz abrió un portal invisible entre lo que fuimos, lo que somos y ese momento sin nombre que apenas rozamos cuando la música nos despoja del peso de lo cotidiano. Bajo la guía rítmica del baterista José Miguel Gordillo, maestro del instante y del silencio entre los golpes, el concierto de 120 minutos se sintió como un suspiro lento de la tierra, como si el Istmo de Tehuantepec se hubiese recostado con suavidad en el regazo del jazz.
No se trató de una fusión, sino de una conversación entre estilos y esencias musicales. Las notas del piano de Carlos Alberto Domínguez no decoraban ni adornaban: nombraban. Eran hojas de un árbol cayendo en cámara lenta sobre los recuerdos del viento. El contrabajo de Juan Manuel Guiza, con su sonoridad, parecía invocar algo más antiguo que el lenguaje. Y Paquito Gómez, con su saxofón, no hablaba: acariciaba la nostalgia, como quien sopla sobre brasas para que no se apague el fuego del alma.
Las canciones —Dios Nunca Muere, Zandunga, Río de Perros, Ojos Negros, Guendanabani— se despojaron de su vestido tradicional para revelarse en cuerpo completo, en carne viva, una exhalación. Ahí estaban, con sus huellas de barro, con sus paisajes hermosos. El jazz no las distorsionó, las liberó. Cada melodía fue un río que no buscaba llegar al mar, sino perderse con elegancia entre los árboles, sin rumbo, porque no lo necesitaba.
Había algo profundamente sereno en la presentación. No esa serenidad fría de la perfección técnica —que sin duda la hubo—, sino una calma encarnada, como si los músicos tocaran para sí mismos, como quien comparte un mango jugoso bajo la sombra sin urgencia de un árbol generoso. El goce no era un éxtasis estridente, sino un asentimiento callado del cuerpo: la música como alimento, como gesto, como respiración compartida.
Y uno comprendía, sin que nadie lo dijera, que aquello no era un espectáculo. Era una forma de estar en el mundo. El jazz, en las manos de Diidxajazz, dejó de ser un género para convertirse en una actitud, un modo de fluir con lo que hay: con las lluvias viejas, con las historias que se guardan en las cocinas, con el pulso del tambor que alguna vez fue corazón de jaguar.
Salí del concierto, como quien regresa de visitar a un viejo amigo sabio. El mundo afuera seguía su ruido, pero dentro algo había cambiado: una especie de gratitud sencilla, como la que se siente al encontrar sombra en el camino o al compartir un trozo de pizza con una buena compañía.
Escúchenlos. No para entender —que la mente muchas veces estorba—, sino para dejarse llevar.
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