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RUMORES. El último refugio

Por Terrornauta

La tormenta se abatía sobre el bosque como una condena. Cada gota que caía parecía un lamento, un lóbrego recordatorio de que la naturaleza, en su furia, es también un teatro para los horrores más antiguos. El grupo de siete jóvenes, ahora reducidos a un amasijo de cuerpos húmedos, de pie y temblorosos, se refugiaba bajo una carpa que apenas los protegía de la furia del diluvio.

La noche era una amalgama de oscuridad y sonido, el ulular del viento y el crepitar de las ramas caídas componían una sinfonía de desolación. Cada relámpago que desgarraba el cielo arrojaba una luz espectral sobre el bosque, transformando las siluetas de los árboles en formas retorcidas que parecían observar.

Lorena y Abraham, ubicados en la parte más externa de la carpa, tenían sus miradas dirigidas hacía la abertura de la carpa. El aire alrededor de ellos era denso, cargado con una presencia que no podía verse, pero que se sentía, como el acecho de un depredador que aguarda el momento oportuno.

Y entonces, un relámpago reveló lo innombrable.

Allí, en el umbral de su precario refugio, estaba la figura. Una mujer o algo que una vez pudo haberlo sido. Su cuerpo, envuelto en un vestido blanco empapado, se curvaba en un arco antinatural, como si su propia existencia fuera un acto de tortura. Pero lo que atrajo la mirada de ambos jóvenes fue el rostro: un semblante grotesco, equino, con dientes largos y amarillentos que formaban una mueca cruel. Sus ojos, vacíos pero llenos de intención, se clavaban en ellos con una fijeza que parecía escarbar en sus almas.

Lorena sintió cómo el aliento se le escapaba, un nudo de pánico la dejó inmóvil. Abraham, a su lado, parecía un cadáver erguido, petrificado por un terror tan profundo que sus extremidades se negaban a responder. Ninguno habló, pero sus rostros descompuestos bastaron para alertar a Sergio, que estaba frente a ellos.

Algo en la expresión de Lorena —esa mezcla de espanto y súplica— despertó una alerta en la mente de Sergio. En cuestión de segundos supo lo que sucedía y recordó historias que había escuchado en los pueblos donde había trabajado, historias alrededor de fogatas. Relatos de una mujer espectral, una criatura que devoraba la voluntad de quienes tenían la desdicha de encontrarla. Y una advertencia: un sombrero puede detenerla.

—¿Alguien tiene un sombrero? —murmuró, con un tono falsamente casual que no lograba ocultar el temblor en su voz.

Los otros, en ese momento sintieron un escalofrió en sus espaldas, el terror inundo el pequeño espacio. Luis, desde el rincón opuesto, rebuscó en su mochila con movimientos lentos, como si el simple acto de moverse fuera un desafío a la opresión de la noche. Finalmente, sacó un sombrero desgastado y lo tendió a Sergio.

Este lo tomó con manos trémulas, sintiendo el peso de la mirada de la criatura, aunque no se atrevía a comprobarlo. Con lentitud fue agachándose sin darse la vuelta, dejo caer el sombrero fuera de la carpa, sin mirar atrás.

El sombrero cayo en el suelo mojado con un sonido apenas audible, pero su efecto fue inmediato. El aire, antes pesado y sofocante, pareció aligerarse. Lorena rompió en sollozos, escondiendo el rostro en el hombro de Sergio. Abraham aspiró una bocanada de aire, como si hubiera emergido de las profundidades de un río helado.

Otro relámpago iluminó el exterior. La criatura había desaparecido.

El grupo permaneció en un silencio sepulcral, sabían que habían estado en peligro pero eran incapaces de moverse, de hablar, de siquiera procesar lo ocurrido. La tormenta menguó lentamente, como si el bosque mismo exhalara un suspiro de alivio. Sin embargo, ninguno de ellos abandonó la carpa, permanecieron de pie hasta el amanecer, cuando los primeros rayos del sol rompieron el embrujo de la noche.

Mientras recogían sus cosas, la atmósfera seguía cargada de algo intangible, un resabio de la presencia que había estado allí. No hubo palabras entre ellos; el lenguaje sería insuficiente para describir lo que habían enfrentado.

De regreso al pueblo, Sergio le pidió a Luis detenerse en un mercado y compró un sombrero. Nadie le preguntó por qué. Nadie tenía la fuerza para cuestionar lo inexplicable.

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