Por Terrornauta
Desde que llegó a la ciudad, Manuel no había conocido una noche de descanso. Cada vez que cerraba los ojos, algo lo acechaba, un sueño que comenzaba como un murmullo y crecía hasta ser un grito silencioso, en el cual despertaba sudando, atrapado en su propio jadeo. Esa cosa invisible, esa presencia, había aparecido en sus primeras noches, pero Manuel no le dio importancia. Era un sicario curtido en el negocio, sucio hasta los huesos, y creía que el miedo era solo para quienes vivían con la culpa. Pero aquel era un miedo que no podía controlar.
La gente murmuraba de un monstruo que rondaba por la ciudad, aunque nadie decía su nombre, como si al pronunciarlo lo invocaran. Decían que era una sombra que caminaba entre las otras sombras, que una vez que te elegía, no tenías forma de escapar. Manuel había oído esos rumores entre tragos de mezcal, soltando risotadas de incredulidad, y desechándolos como superstición de la gente ignorante. Pero con cada noche, aquella sombra se le hacía más real, más tangible.
Al principio eran pequeños signos. En la esquina de su habitación, a veces creía ver una figura acechante, apenas una sombra, de pie en silencio, observándolo desde la penumbra. Se convencía de que era su imaginación, su conciencia tratando de jugarle una mala pasada. Sin embargo, la figura persistía, y cuando se acercaba a mirar, no había nadie.
Las noches avanzaban, y con ellas, los límites de su propia mente parecían desmoronarse. Empezó a ver sombras en el reflejo de las ventanas, a escuchar pasos en los callejones donde él y su pistola solían ser los únicos habitantes. Sus compañeros, otros hombres en el negocio, lo notaron más inquieto, más reservado. Pero en su mundo, la locura no era motivo de compasión, y las preguntas eran peligrosas. Así que Manuel calló, convencido de que era una mala racha, una temporada oscura que pasaría.
Pero una noche, tras liquidar a un traidor en un terreno baldío, notó algo en la distancia. Entre los matorrales, unos ojos brillaban como ascuas, sin parpadear, como si lo miraran a través de un mundo paralelo. Los ojos pertenecían a un animal que él no podía identificar del todo; era algo más grande que un perro, pero no tenía la forma de un coyote. Se quedó paralizado. Algo en su interior lo impulsaba a salir corriendo, pero no pudo. Estaba atrapado por aquella mirada feroz y vacía que lo observaba en silencio.
A partir de entonces, la criatura se convirtió en su sombra. Lo veía al pie de su cama, entre las sombras de los callejones, en cada reflejo donde giraba a mirar, una criatura que no pertenecía a este mundo, pero que cada vez se hacía más nítida. Manuel empezó a oír su respiración detrás de él, a sentir su presencia en la nuca, y su paranoia lo llevó al borde de la desesperación.
En su desesperación, empezó a preguntarse si la criatura había venido a cobrar una deuda de su pasado, una deuda que se acrecentaba con cada vida que él mismo había arrebatado. Aquel ser lo perseguía como un reflejo de todo el mal que él había soltado en el mundo, y Manuel ya no podía huir de él. Una noche, decidido a enfrentar aquello que lo torturaba, caminó hacia las afueras de la ciudad, hacia el monte, donde el silencio era absoluto y la negrura total.
Sabía que la bestia lo seguía, porque podía oler su aliento frío y escuchar sus pisadas que se hundían en la maleza. Llegó a un claro y, sin pensarlo, se giró, empuñando su arma con ambas manos y encarándolo.
“¡Sal de una vez, maldito!” gritó al vacío, sin aliento. “¡¿Qué quieres de mí?!”
Del otro lado del claro, en la oscuridad, apareció el ser. La criatura se levantó en dos patas, revelando un rostro cubierto por sombras, con ojos que ardían como brasas. Manuel sintió que cada parte de su cuerpo temblaba, pero esta vez no huyó.
“No quiero nada de ti,” dijo la voz de la criatura, sus palabras tan densas como la tierra mojada. “Eres tú quien quiere algo de mí.”
Manuel frunció el ceño, sin entender, pero el miedo en sus entrañas solo se hacía más pesado.
“¿Qué dices? ¿Qué podría querer de un monstruo como tú?”
El ser dio un paso hacia él, y Manuel sintió que el suelo se estremecía bajo su peso. Con cada paso, aquella figura tomaba forma más humana, hasta que, al llegar a unos pocos metros de distancia, vio su propio rostro reflejado en el del nahual. Era como mirarse en un espejo maldito, uno en el que su propio reflejo devolvía cada una de las muertes que había provocado, cada rastro de sufrimiento, cada grito apagado. Era él mismo, un hombre que había hecho del dolor y la violencia su segunda piel.
“Eres yo…,” murmuró, la revelación cayendo sobre él como una losa.
La bestia asintió, una sonrisa siniestra formándose en sus labios. “Soy en lo que te has convertido. Soy el monstruo que construiste con cada vida robada.”
Manuel sintió que su mente se quebraba. Todo aquello que había enterrado en las sombras, todos los recuerdos que había cubierto con su insensibilidad, volvían a él como una carga insoportable. El rostro del monstruo, su propio rostro, se tornaba en algo más grotesco, más oscuro, la encarnación de cada acto sin remordimiento.
“Te dejo vivir,” dijo la criatura, girándose para regresar al monte, “para que sepas que ya eres parte de mí. Que ya no hay escapatoria. Iré contigo donde vayas. Yo soy tu castigo, el otro que habita en tu sombra.”
Manuel se quedó solo, en silencio. La criatura se desvaneció en la negrura, pero su presencia no desapareció. Sabía que el nunca se iría. Aquel hombre que había sido, aquel monstruo que se había permitido ser, ya era parte de él, una sombra que lo seguiría para siempre.
Regresó a la ciudad, para hundirse en la locura y soledad, sabiendo que nunca más podría escapar de aquel otro que ahora habitaba en cada rincón de su alma.
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