Por Félix Ayurnamat
Cuando hablamos de arte, solemos asociarlo con la belleza, con algo que nos produce placer estético. Sin embargo, el arte no está obligado a ser bello en el sentido convencional. A lo largo de la historia, la idea de que el arte debe ser agradable ha sido desafiada una y otra vez, especialmente en los momentos en los que las sociedades han necesitado una sacudida, una forma distinta de ver el mundo. ¿Por qué entonces sigue existiendo esta insistencia en que el arte debe cumplir con criterios de belleza o de figuración?
Para mí, el verdadero valor del arte radica en su capacidad para comunicar, para crear un puente entre el creador y el espectador. El arte es una conversación, no siempre amable, pero sí necesaria. Cuando una obra de arte nos enfrenta a algo incómodo, no lo hace para agredirnos, sino para mostrarnos una realidad que muchas veces preferimos ignorar. Por eso, me atrevería a decir que el arte más significativo es aquel que provoca reflexión, que nos obliga a mirar más allá de nuestras primeras impresiones.
Tomemos como ejemplo las vanguardias del siglo XX. Artistas como Pablo Picasso, Jackson Pollock o Francis Bacon rompieron con la figuración y el sentido tradicional de la belleza para abrir nuevos caminos. Sus obras no fueron pensadas para ser agradables, pero sí para ser profundas. En ese sentido, el cubismo de Picasso, al deformar la figura humana, nos está diciendo que hay muchas formas de ver la realidad. Pollock, con sus goteos abstractos, nos invita a experimentar el proceso creativo en lugar de buscar una forma concreta. Bacon, en cambio, nos confronta con la angustia existencial a través de sus figuras distorsionadas, despojadas de cualquier idealización.
En mi experiencia, como artista y como admirador del arte, estas obras no agradan a primera vista, pero se quedan con uno. Se filtran en el pensamiento y lo transforman. Eso es lo que considero vital en el arte: que tenga la capacidad de generar preguntas, de sacarnos de nuestra zona de confort. No necesitamos que nos reafirme en lo que ya sabemos; necesitamos que nos ponga a prueba, que nos invite a explorar.
Cuando nos acercamos a una obra de arte desde esta perspectiva, abrimos una puerta al diálogo. Ya no se trata de si es "bonita" o "fea", sino de qué nos está diciendo, qué nos está haciendo sentir, qué conexiones podemos hacer entre la obra y nuestra vida. Este diálogo no siempre es fácil, ni rápido. A veces requiere paciencia, tiempo y disposición para escuchar.
Considero que esto es esencial para enriquecer nuestras perspectivas sobre la vida. El arte puede ser un vehículo para entendernos mejor a nosotros mismos y al mundo que nos rodea. Nos permite ver otras realidades, otras formas de existencia, de pensamiento. Una obra que al principio nos incomoda puede revelarnos cosas sobre nuestros propios prejuicios o temores. Ahí radica su poder transformador.
No todo arte necesita ser bello, figurativo o agradable. Lo que importa es su capacidad de comunicar y de abrir el espacio para la reflexión. Es ahí donde reside su verdadero valor: en su capacidad para enriquecer nuestra visión del mundo y de nosotros mismos. Porque, al final, el arte no es solo un objeto para contemplar; es una conversación en la que estamos invitados a participar activamente, una oportunidad para ver la vida desde otra perspectiva.
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