Por Terrornauta
El señor Ávila tenía una sonrisa afilada, de esas que cortaban conversaciones y cerraban tratos. Era un empresario al que nada le temblaba: ni la mano al firmar contratos ni el corazón al despojar a los ancianos de sus casas. “Son solo piedras viejas”, se repetía, convencido de que el progreso necesitaba sacrificios. Los proyectos de renovación urbana avanzaban rápido, y el barrio donde había crecido se convertía en una joya para los nuevos ricos. Las calles que alguna vez fueron sencillas ahora estaban pobladas de cafés hipsters y departamentos de lujo. Todo gracias a él, claro.
Los ancianos que aún vivían allí, aquellos que no habían tenido la fortuna de vender sus casas por migajas, lo veían con recelo. “No se preocupen, les conseguiré una buena oferta”, les decía, apretando su sonrisa de dientes blancos. Pero ellos, con la piel curtida y la sabiduría de los años, no decían nada. Solo lo observaban desde sus portales agrietados, sus ojos hundidos, como si supieran algo que él no.
Un día, doña Elvira, la última en resistir, fue desalojada. Su casa, una construcción de más de cien años, se derrumbó bajo el peso de las máquinas que Ávila había traído para convertirla en un edificio moderno. La anciana no dijo nada al irse. Ni una lágrima, ni una palabra. Solo lo miró con esos ojos oscuros y vacíos, que parecían más profundos de lo que deberían.
Esa noche, Ávila durmió como siempre. O eso intentó.
Los primeros días después de la demolición, comenzaron los sueños. Soñaba con el barrio, pero no el barrio pulido y nuevo que él había creado, sino el viejo, lleno de grietas y humedad. Caminaba por las calles y sentía que las casas lo observaban. No había personas, solo ventanas como ojos, puertas entreabiertas que susurraban algo que no podía entender. Siempre había un peso en el aire, como si el suelo se quejara bajo sus pies.
Luego, las noches se hicieron más densas. Se despertaba empapado en sudor, con el eco de pasos detrás de él. Miraba por la ventana de su departamento en la zona más exclusiva de la ciudad, y a veces creía ver sombras en la distancia. Pero no eran los nuevos edificios lo que lo inquietaba. No, las sombras tenían una forma conocida, como los contornos de las viejas casas que había destruido.
Una madrugada, justo antes de amanecer, lo despertó un sonido distinto. Era un raspar, algo áspero, como tierra removiéndose. Ávila se levantó de la cama, desorientado, y fue hacia la ventana. Al principio no vio nada, pero al fijarse mejor, allí estaban. A lo lejos, figuras encorvadas que cavaban en la tierra con las manos. Eran como espectros, pero no eran invisibles ni etéreos. Parecían reales. Podía oír el crujir del suelo mientras removían la tierra, lenta, incansablemente.
Los días siguientes fueron peores. Lo que empezó como una alucinación nocturna pronto invadió su vida diurna. En su oficina, sentía el mismo crujido bajo sus pies, como si la tierra estuviera cediendo, como si algo se moviera bajo las baldosas. Una tarde, mientras revisaba los planos de un nuevo proyecto, un peso abrumador lo golpeó. De repente, no podía respirar bien. Era como si algo lo estuviera aplastando desde abajo. El suelo. ¿Podía ser el suelo? Miró bajo el escritorio y, por un segundo, vio dedos, dedos huesudos y sucios, asomando entre las grietas del parquet.
Corrió hacia su auto, tratando de alejarse de esa sensación, de ese peso invisible. Pero al arrancar, al girar la esquina de su lujoso barrio, las calles se transformaron. No reconocía los edificios modernos que había ayudado a construir. Todo lo que veía eran esas viejas casas, las que había derrumbado. Su auto se detuvo frente a la última casa que recordaba haber demolido, la de doña Elvira. Estaba intacta, como si nunca hubiera sido tocada por la maquinaria.
Salió del auto, sin poder contenerse, y caminó hacia la puerta. Cada paso era más pesado que el anterior, como si el suelo lo jalara. Cuando puso la mano en la oxidada manija, la puerta se abrió sola. Dentro, el aire era denso, cargado de un silencio que lo envolvía todo. Frente a él, sentada en un sillón, estaba doña Elvira. No lo miraba, pero hablaba en un murmullo, una especie de rezo o maldición que resonaba en las paredes.
De pronto, el suelo bajo sus pies crujió de nuevo, más fuerte. Intentó retroceder, pero ya no podía moverse. La tierra lo envolvía, lo jalaba hacia abajo, más y más profundo. Podía sentirla, fría y húmeda, apretando su cuerpo. Miró hacia abajo y vio las mismas manos huesudas que antes habían salido del suelo, ahora agarrándolo con fuerza, arrastrándolo hacia las profundidades.
Intentó gritar, pero el silencio de la casa era absoluto. Mientras era tragado por la tierra, las palabras de doña Elvira resonaban en su mente, como una sentencia que no podía escapar: “El peso de la tierra siempre devuelve lo que se le quita.”
Y entonces, todo se volvió oscuridad.
Al día siguiente, los empleados de Ávila encontraron en el terreno que ocupaba la casa de doña Elvira un socavón muy profundo. El auto del señor Ávila fue encontrado frente al terreno, pero él nunca volvió a ser visto. Algunos dijeron que se fue, que escapó con el dinero que había amasado a costa de otros. Pero los viejos del barrio, aquellos que se fueron, solo sonreían al escuchar la noticia en la televisión. Sabían que la tierra siempre cobra sus deudas.
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