Querido Félix
Te vas a reír. O bueno, eso espero. Aunque, francamente, tu sentido del humor siempre ha sido un misterio para mí. Pero ahí va: he llegado a la conclusión de que soy una contradicción andante, un estuche de incoherencias, el vivo retrato de lo absurdo. Y lo peor, Félix, es que lo disfruto.
Te explico. Por un lado, soy esa persona antisocial que prefiere la compañía de los gatos —y ya ni siquiera de los míos, sino de los gatos en general, porque los míos me miran con el mismo desprecio que yo les tengo a los humanos— y por otro lado, soy, para mi desgracia, una fanática de las cosas “coquette”. Sí, sí, lo sé. Qué incongruencia, ¿verdad? Yo, la que se queja de la humanidad y de todas las microinteracciones sociales, soy capaz de perder dos horas seleccionando el labial perfecto para ir a... no sé, al súper, donde mi única interacción será con el cajero, y probablemente en monosílabos.
No me malinterpretes, Félix. No es que me importe lo que piensen los demás. Dios me libre. Si algo tengo claro en esta vida es que las opiniones ajenas sobre mi persona me importan menos que la cuota de impuestos que pagó la monarquía británica. Pero hay algo en el ritual de prepararme, de maquillarme, de vestirme de forma "cute", que me proporciona una calma que ni la meditación guiada de YouTube ha logrado darme. Es casi como si, mientras construyo esta fachada perfecta y delicada, me protegiera de los horrores del mundo exterior.
Pero ahí viene el truco, Félix, y es lo que más me enerva: que debajo de toda esa apariencia coqueta, de esa chica que parece salida de una película francesa —ya sabes, esas donde todos se ven encantadores mientras fuman con pose de aburrimiento existencial—, lo único que hay es una maraña de odio hacia la humanidad. Soy, básicamente, un pequeño cuadro pintado de flores y mariposas con una bomba de tiempo escondida detrás. Sería hilarante si no fuera tan cierto.
Y es que, a veces, mientras me pinto las uñas con ese tono "rosado delicado" que tanto me gusta, no puedo evitar pensar en lo irónico que es todo esto. Estoy aquí, dedicando mi tiempo a algo tan... vanal, cuando en el fondo, Félix, lo único que quiero es aislarme de todo ser vivo que respire. Es como si mi vida fuera una constante lucha entre mi parte sociable, amable, incluso simpática (o al menos eso dicen) y mi lado oscuro, el que considera que cualquier interacción humana prolongada es una especie de tortura medieval. Y, sin embargo, aquí estoy, envolviendo mi frialdad en la más delicada de las envolturas. Gracioso, ¿no?
Lo que me lleva a otra reflexión: mi capacidad para ser amable es directamente proporcional a mi nivel de irritación. Cuanto más odiosa me siento por dentro, más azucarada es mi sonrisa. Lo que, por supuesto, me convierte en una de esas personas que más me molestan: la hipocresía hecha carne. Pero la diferencia es que yo soy muy consciente de mi hipocresía. No sé si eso es mejor o peor, la verdad.
Tú lo sabes, Félix, soy calmada. Siempre lo he sido. Mi exterior dice "todo está bien, el universo es un lugar ordenado y pacífico". Pero por dentro, querido amigo, soy un caos. Soy ansiosa, una olla a presión que está a un milisegundo de explotar. Hay días que incluso el sonido del viento me altera, y sin embargo, ahí me tienes, recostada como si no tuviera una preocupación en el mundo. La calma que proyecto no es más que un truco barato. A veces pienso que soy como esos patos que ves flotar serenamente en el agua, pero que por debajo de la superficie están moviendo las patas como locos para no ahogarse.
Y lo gracioso —si es que podemos llamar "gracioso" a este desastre emocional que es mi vida— es que, en medio de todo este mar de contradicciones, puedo ser extremadamente graciosa. Aunque, claro, esa gracia viene con una buena dosis de crueldad. Porque sí, Félix, tengo un sentido del humor que podría catalogarse como un arma de doble filo. Me burlo de todo, de todos y, por supuesto, de mí misma. No me malinterpretes, no soy una de esas personas que se divierte siendo cruel solo por el placer de hacerlo (bueno, tal vez un poquito), pero lo cierto es que mi sentido del humor no es apto para almas sensibles.
A veces me pregunto, Félix, si esta dualidad mía es una especie de mecanismo de defensa. Quizás, en algún rincón de mi retorcida psique, he decidido que la mejor manera de enfrentar al mundo es con una sonrisa sarcástica y un comentario mordaz. Porque, ¿qué otra opción hay cuando vives en un planeta donde el 90% de la población parece empeñada en arruinarte la existencia con su mera presencia? Mi sentido del humor, mi sarcasmo, incluso mi crueldad, son las únicas armas que tengo contra un mundo que, francamente, no me gusta.
Y sí, reconozco que ser cruel a veces me da placer. Hay algo en soltar una verdad dolorosa disfrazada de chiste que me llena de una satisfacción perversa. Pero, al mismo tiempo, soy consciente de que esto no es sostenible. ¿Cuánto tiempo más puedo seguir riéndome de todo, fingiendo que nada me importa, cuando en realidad lo que quiero es gritarle al mundo que me deje en paz?
Supongo que la verdadera ironía, Félix, es que en el fondo me gustaría ser diferente. Me gustaría poder salir al mundo sin este escudo de sarcasmo, sin esta fachada de delicadeza que he construido con tanto esmero. Pero, honestamente, no sé cómo. Es como si ya no supiera quién soy sin mi cinismo, sin mi humor negro, sin esa sonrisa coqueta que oculta todo el desprecio que siento por el mundo. Así que aquí estoy, atrapada en este ciclo interminable de contradicciones, siendo amable y cruel, calmada y ansiosa, graciosa y devastadoramente pesimista.
Y, claro, todo esto lo hago con un vestido bonito, el labial perfecto y las uñas impecables. Porque, al final del día, Félix, si voy a ser un desastre emocional, al menos seré un desastre bien vestido.
Con cariño y un toque de ambigüedad,
Tu amiga la contradictoria.
Rebeca Jiménez
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