Por Rebeca Jiménez
La habitación olía a medicinas y sudor, impregnada del rastro agrio que la enfermedad deja en los cuerpos. Laura, postrada en la cama, sentía la debilidad en cada fibra de su ser. La gastroenteritis había consumido su fuerza y, con ella, su voluntad. Pero en el fondo de su agotamiento físico, una lucha aún más cruel se libraba en su mente, una batalla que ni la fiebre ni el dolor podían apagar.
Daniel, desde su propia cama, a unos kilómetros de distancia, pasaba por el mismo calvario. Había sido su cumpleaños, una celebración en la que la carne asada y las risas compartidas habían dado paso al malestar y la enfermedad. La ironía no se le escapaba a Laura: ese día, que debía ser de alegría, se había convertido en el detonante de una crisis que había estado gestándose en silencio.
Laura sabía que Daniel la necesitaba, lo había visto siempre en sus ojos y lo volvió a ver antes de que cada uno se encerrara en su casa para enfrentar la enfermedad. Él era su novio, su compañero en los últimos dos años, pero en su corazón, Laura no sentía el amor que él merecía. Había un afecto, sí, una especie de cariño que nacía de la costumbre, pero no esa chispa que alguna vez creyó imprescindible para estar con alguien. Sin embargo, la idea de dejarlo, especialmente ahora que ambos estaban tan vulnerables, le resultaba aterradora. Era el miedo, la costumbre, la promesa no verbalizada de un futuro seguro lo que la mantenía atada a él.
Santiago, en cambio, estaba presente de una manera diferente. Aunque distante, siempre parecía preocupado por ella, enviando mensajes y llamándola, aunque sin la calidez que ella deseaba. Con Santiago había una intensidad, un fuego que no encontraba en Daniel, pero también una distancia emocional que la confundía. Santiago era su pasión, el deseo que la consumía, y eso la atormentaba aún más.
La madre de Daniel, por otro lado, había dejado claro su desdén hacia Laura. En sus ojos, ella nunca sería suficiente para su hijo, una amenaza constante a la estabilidad que ella deseaba para él. Laura había sentido ese juicio en cada mirada, en cada comentario velado, y ahora, mientras ambos estaban enfermos, imaginaba a la mujer supervisando de cerca la convalecencia de su hijo, probablemente criticandola frente a su hijo por no estar a su altura.
Laura cerró los ojos, intentando encontrar claridad en medio de la tormenta que asolaba su mente. Se veía atrapada entre dos hombres, uno que la necesitaba desesperadamente y otro que encendía una llama en su interior, aunque con una intensidad que a veces la quemaba. La culpa, la responsabilidad y el miedo se entrelazaban en su pensamiento, creando un nudo que no podía desatar.
Finalmente después de varios días de convalescencia, decidió que, por ahora, lo más sencillo era quedarse con Daniel. Había demasiadas variables en juego, y en su estado actual, no tenía la fuerza para enfrentarlas. El miedo a lo desconocido, a la soledad, a la desaprobación, fue lo que la llevó a tomar la decisión. No era amor, ni siquiera gratitud, sino una mezcla de miedo y costumbre lo que la empujó a seguir con él.
Laura supo que había tomado el camino más fácil, pero no el correcto, y lo que pensó sería su salvación se transformó en una carga pesada. Santiago, su pasión, se desvaneció al escuchar su decisión, mientras que Daniel, con quien nunca hubo verdadero amor, se convirtió en el recordatorio constante de lo que ella perdió: la posibilidad de elegir por sí misma. La convalecencia terminó, pero quedó atrapada en una realidad donde el amor se confundía con la obligación y la pasión desapareció, dejando un vacío que ni el tiempo ni sus decisiones podían llenar. Al quedarse por miedo y costumbre, perdió lo único que realmente importaba: su libertad.
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