Por Terrornauta
Ciudad de México, 1926.
La Colonia San Rafael aún olía a lodo después de cada lluvia. Las casas porfirianas resistían el avance de la modernidad, y las voces de los vendedores ambulantes se mezclaban con los ruidos metálicos de los tranvías.
Fue en esa esquina de Serapio Rendón donde llegó la joven pareja. Julio, un ingeniero de ideas modernas, educado en el Ateneo, amigo de Vasconcelos y entusiasta del futuro. Clara, su esposa, una mujer discreta pero inquieta, que miraba la ciudad como si fuera un sueño incómodo.
Con ellos venía su hijo, de apenas siete meses. Y doña Mauricia, la nana de Clara desde su infancia en Iguala, que hablaba poco, mascaba hojas de ruda y rezaba sin que nadie se lo pidiera.
Julio compró una casona de muros altos y patios húmedos. Clara decía que el aire olía raro en las noches, pero él se reía. “Es humedad, mi amor. No hay que dejarse llevar por las supersticiones.”
Pasaron las semanas. El bebé comenzó a llorar de madrugada. A gritar. No era hambre ni enfermedad. Lo revisaron médicos. Nada. Una madrugada, la cuna amaneció vacía. El niño estaba en el suelo del corredor, dormido, envuelto en su mantita. No hubo forma de explicarlo.
La nana no dijo nada hasta el tercer incidente. Entró a la cocina con un sahumerio y ruda fresca.
—Ya vinieron por él, niña —dijo sin mirar a nadie—. Son los pasos chicos. Si no me cree, mejor váyase unos días. Déjemelo a mí.
Julio estalló. Dijo que eso eran patrañas. Que aquí no estaban en Guerrero. Pero Clara… Clara conocía esa mirada. Cuando doña Mauricia hablaba así, era porque algo estaba ocurriendo.
Aceptaron irse tres días. A Toluca, con una tía. Dejaron al niño con la nana. Contra todo sentido común.
La mañana del segundo día, Julio recibió un telegrama en la casa de su tía. Lo firmaba Mauricia:
“Todo está bien. No vengan hasta el jueves. Les explicaré.”
Regresaron el jueves. El bebé dormía en su cuna. Tranquilo. La casa olía a copal y maíz tostado.
La nana les mostró un rincón del patio trasero. Ahí, bajo un almendro, había cavado un pequeño agujero. Dentro, enterró juguetes viejos, un espejo, miel y un pan de anís. Un ofrenda. Les dijo que los chaneques ya se habían llevado a otro niño hace décadas, pero que este no les pertenecía. Que la ofrenda era para engañarlos, distraerlos. Y que ya se habían ido.
Julio no dijo nada. Solo miraba el altar. Esa noche se quedó escribiendo solo en su estudio. Clara lo encontró en la madrugada, leyendo La Raza Cósmica. Había tachado un párrafo con furia.
Al día siguiente, Julio fue a ver el altar con respeto. No volvió a decir que los chaneques eran un invento. Y jamás volvió a dejar solo a su hijo después del anochecer.
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