Por TPS
Escribo esto desde el corazón y con la rabia de quien no puede callar ante la injusticia. Quiero explicarles qué es Gaza, por qué lo que hoy vivimos es un horror de larga duración y qué pudo (y aún puede) haber hecho la comunidad internacional para frenarlo.
Gaza no es una catástrofe que nace de la nada: es el resultado de una historia que se remonta a 1948 y a la Nakba (la expulsión y el despojo masivo de palestinxs) y que continuó con la ocupación territorial tras la guerra de 1967. Esa historia de despojo, control y negación de derechos marcó el terreno para las crisis actuales; no son “estallidos” aislados, sino capítulos de una misma épica de ocupación y resistencia.
Gaza, en las últimas décadas, ha vivido bajo un régimen de bloqueo y asedio que ha estrangulado su economía, su movilidad y su vida cotidiana. Desde 2007 la franja estuvo sujeta a restricciones que han hecho depender a la mayoría de su población de la ayuda internacional; infraestructura, salud y servicios básicos han sido sistemáticamente erosionados por el cierre y por las operaciones militares repetidas. Eso convierte cualquier ofensiva masiva en una sentencia para una población ya extremadamente vulnerable.
Lo que vemos hoy no es sólo destrucción y muerte: es una catástrofe humanitaria con dimensiones que instituciones y organizaciones han ido documentando con cifras y pruebas. Las estadísticas consolidadas por agencias humanitarias muestran un número enorme de víctimas, desplazamientos masivos y una escalada de hambre y enfermedades que no son efectos colaterales sino consecuencias previsibles de un cerco sostenido y de ataques que han apuntado a infraestructura civil esencial.
He aquí la parte más difícil de decir en voz alta: varias organizaciones de derechos humanos y mecanismos jurídicos internacionales han llegado a conclusiones contundentes. Informes y pronunciamientos públicos han señalado que existe base para calificar ciertas acciones como genocidio o como crímenes de guerra (evaluaciones que obligan a la acción, no a la discusión estéril); y el sistema judicial internacional ya ha sido activado en distintos frentes, con órdenes provisionales y llamados urgentes a medidas de protección. Estas no son simplemente “acusaciones” en abstracto: son señales legales y morales que debieran haber cambiado la conducta de los Estados desde el primer momento.
¿Qué debió hacer la comunidad internacional para detener esto, y qué debería hacer ahora?
Cese inmediato y obligado de las hostilidades y protección humanitaria real. No pausas a la carta ni corredores limitados. Hubiera (y debe haber) una orden multilateral clara, aplicada con mecanismos verificables, que garantice acceso irrestricto y protegido a alimentos, combustible, medicinas y personal civil. Las recomendaciones de organizaciones humanitarias y de derechos humanos en este punto han sido categóricas.
Embargo de armas y suspensión de ayuda militar condicionada. Los suministros de armamento y asistencia logística a fuerzas que cometen o facilitan violaciones graves del derecho internacional no son “neutralidad”: son complicidad. Los Estados que proveen armas debieron suspender transferencias desde el momento en que la evidencia de ataques indiscriminados y de tácticas que inducen hambre fue creíble. ONG y expertos han pedido reiteradamente embargos y sanciones dirigidas.
Presión diplomática real: sanciones selectivas, suspensión de acuerdos comerciales y condiciones claras. La Unión Europea y otros actores tienen herramientas (como la suspensión de tratados comerciales o la imposición de sanciones dirigidas) que pueden condicionarse al cese de prácticas que violan derechos humanos. No hacerlo equivale a declarar que el comercio vale más que la vida. Organizaciones como Human Rights Watch y coaliciones civiles han urgido a estos pasos.
Acción jurídica y rendición de cuentas inmediatas. En la medida en que tribunales internacionales o mecanismos como el ICJ emiten órdenes, la comunidad internacional tiene la obligación política y moral de apoyarlos, no de obstaculizarlos. Esto incluye cooperación judicial, congelamiento de activos vinculados y medidas para asegurar que los procesados no escapen a la justicia.
Protección de civiles y corredores de refugio digno. Los desplazamientos masivos requerían (y requieren) planes internacionales para refugio, documentación, reubicación temporal y acceso a servicios, coordinados con países vecinos y agencias humanitarias. El cierre de esas salidas es lo que convierte el asedio en sentencia.
¿Por qué no se hicieron o no se hacen estas cosas con la suficiente fuerza? Aquí hay que ser claros: por intereses geopolíticos y económicos (petróleo, alianzas estratégicas, venta de armas), por una selectividad moral que clasifica víctimas según quién las agrede, y por el peso de relaciones diplomáticas que priorizan estabilidad del statu quo sobre vidas. Además, existe una hipocresía institucional: la retórica del “derecho humanitario” se mantiene en la tribuna y se sacrifica en la práctica cuando los aliados estratégicos están en la sala. Estas razones políticas explican la inacción, no la justifican.
Como anticolonialistas y crítico del capitalismo, debo leer todo esto en clave más amplia: Gaza nos muestra lo que ocurre cuando la lógica de la seguridad del Estado se impone sobre la vida de pueblos enteros; cuando la acumulación de poder y recursos justifica la violencia sistemática; cuando la soberanía se convierte en privilegio y no en protección. No se trata solo de una falla moral puntual: es una falla estructural del orden internacional tal como lo conocemos.
Entonces, ¿qué hacemos quienes queremos justicia? Primero, no romantizar la pasividad internacional: denunciar, documentar, y sostener la narrativa de las víctimas es trabajo político y ético. Segundo, presionar a los parlamentos, sindicatos, universidades y organizaciones civiles para que exijan medidas concretas (embargos, suspensión de acuerdos, apoyo a causas judiciales) y no sólo declaraciones. Tercero, articular solidaridad práctica: corredores humanitarios apoyados por redes civiles, campañas de documentación y apoyo material a organizaciones sobre el terreno. Y cuarto, imaginar y trabajar por alternativas sistémicas: desmantelar las redes de poder que hacen posibles los asedios y el comercio de armas; construir políticas internacionales centradas en la restitución, la reparación y la autodeterminación.
Termino con una imagen que no me abandona: la política internacional, cuando es cómplice, convierte la brújula moral en un objeto decorativo. Nuestra tarea, la de quienes creemos en la justicia anticolonial, es recuperar esa brújula, señalar sin ambigüedad lo que es imperdonable y trabajar, con firmeza y humanidad, en las redes de solidaridad que sostengan a quienes el poder intenta borrar.
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