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Por Terrornauta
En la penumbra de los otoños que Bradbury amó, ese tiempo de hojas muertas, de ferias que huelen a diversión y a nostalgia, la adaptación cinematográfica de Something Wicked This Way Comes (Jack Clayton, 1983) llega como un tren nocturno: majestuosa, vacilante y cargada de promesas oscuras. Hablo aquí como lector y como espectador que siente, en lo más hondo, que el horror verdadero no proviene de un alarido repentino sino del temblor suave que acompaña un recuerdo. La película, al igual que la novela, busca ese temblor: el ritual del deseo, la tentación que promete juventud y devora las almas, la infancia herida que tarda en cerrarse.
La génesis del film ya anunciaba lo que veríamos en pantalla: una obra malherida por la producción. Ray Bradbury, el propio autor, escribió el guion (una ventaja rara y preciosa) pero el rodaje sufrió disputas creativas, reshoots y una reescritura no acreditada que tensó la relación entre el escritor y el equipo. Disney, inhabitable como casa productora para una fábula tan gris, finalmente intervino sobre el montaje, la música y el ritmo general. El resultado fue una película que tuvo su alma en parte erigida por Bradbury y, en parte, amputada por las decisiones de la empresa.
Que Bradbury participara directamente en la adaptación es innegable: su prosa moderada y su tono de fábula americana laten en diálogos y en el juego entre luz y melancolía. Sin embargo, los cambios en postproducción (últimos cortes, un nuevo score de James Horner sustituyendo la música original y rescates de escenas) dejaron un film con la respiración entrecortada, como si hubiera sido sometido a cirugía estética para hacerlo “menos inquietante” y más vendible. El relato de la producción figura en los anales como ejemplo de cine donde la pugna entre autor y estudio marcó un destino irregular.
En su mejor momento, la versión de Clayton captura la textura brumosa del libro: la ciudad pequeña con sus tardes de otoño, las calles que crujen bajo los pies y el magnetismo moral del carnaval de Dark ese circo que promete lo que no debe. Visualmente, la película es una pieza de aliento gótico moderno: la fotografía de Stephen H. Burum, la atmósfera crepuscular y la dirección contenida proponen una estética que recuerda a las fábulas clásicas del horror, con una invocación constante del tiempo como verdugo y amante. Muchos críticos (entre ellos Roger Ebert) apreciaron que, aun con sus fallos, el film conserva el tono lírico del autor y consigue instantes de verdadero espanto poético.
Narrativamente, la película se apoya en el duelo entre dos figuras masculinas centrales (Will Halloway y Jim Nightshade en la novela; aquí el foco cambia algo para favorecer la dinámica entre los niños y los adultos) y en la relación padre-hijo que Bradbury centra como motor moral. El circo con sus atracciones, sus ofertas, la promesa de revertir la edad, funciona como un espejo para los anhelos más íntimos: regresar a la juventud o robarla. Es en esa tensión donde el film encuentra su pulso más emocional y, a ratos, terrorífico.
Aun así, la película padece una enfermedad de ritmo y coherencia. Las remezclas y reshoots, según testimonios y crónicas, rompieron la unidad tonal que Bradbury y Clayton perseguían; el clímax, ambicioso en intención, se ve lastrado por efectos que en 1983 fueron insuficientes para lo que el relato demanda. Para un espectador que espere una adaptación literal y redonda del libro, la sensación puede ser la de una “buena intención incompleta”: la película tiene pasajes sublimes, pero no cierra como fábula perfecta. Ese desajuste explica tanto sus pobres cifras de taquilla como la polarización crítica desde su estreno.
Además, la intervención de un gran estudio familiar (Disney) crea un choque: ¿cómo conciliar la ternura y la oscuridad de Bradbury con la marca “familiar”? La película va entre la ternura de la infancia y la necesidad de hábito comercial, y en esa oscilación pierde, en ocasiones, veneno dramático. No obstante, esa ambigüedad también permite lecturas que la salvan: no es enteramente “para niños”, ni solamente una cinta de sustos; es una fábula moralizada que intenta hablar a todas las edades, aun cuando tropieza en su empeño.
Si miro con la objetividad del fan, lo que más defiendo de la cinta es su capacidad para conjurar momentos de verdadera pesadumbre: la estampa del carnaval que se instala, la voz del mal susurrando deseos imposibles, la lenta corrupción de quienes ceden a la tentación. Jonathan Pryce y Jason Robards aportan una gravedad entregada; la partitura (en su versión final) y la puesta en escena refuerzan el aura clásica. Críticos y aficionados han señalado cómo la película, pese a sus problemas, ha envejecido hasta alcanzar un estatus de obra de culto: no por perfección técnica, sino por su honestidad tonal y su fidelidad emocional al cosmos bradburiano.
Mi opinión, es: Something Wicked This Way Comes no es la versión que Bradbury merecía, pero es una versión que conserva entre ruinas y reparaciones el latido poético del libro. Es una película bella en su arquitectura sombría y por momentos conmovedora, pero truncada por la maquinaria productiva y por efectos que no siempre acompañan la ambición. Aconsejo verla como quien visita una casa antigua: para admirar su arquitectura, para sentir su historia y para aceptar las grietas que el tiempo (y la industria) dejaron en la pared.
Para quien busque la fábula completa, el libro sigue siendo la chimenea que protege la llama. Para quien ame las imágenes en penumbra y los ejercicios de melancolía infantil, la película ofrece momentos de pura alquimia. Y para quien desee un estudio sobre la tentación y la pérdida en forma de circo, encontrará en el film razones sobrias para quedarse hasta que el tren nocturno se aleje, dejando tras de sí un silbido que aún, décadas después, resuena.
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