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ARCHIVOS FORTEANOS: Nzahkis


Por CEF

En el imaginario hñähñu (otomí) la palabra Nzahki nombra algo más que un “espíritu” en el sentido occidental: es, a la vez, fuerza vital, entidad relacional y presencia con agencia que habita y anima personas, animales, cerros, ojos de agua, semillas, herramientas e incluso figuras de papel recortado. En la literatura etnográfica y en la tradición viva, Nzahki designa esa potencia que integra y mantiene unido el tejido del mundo; allí donde el cosmos “tiene nzaki (vida, ánimo)”, lo inerte se incorpora a la vida, explica un clásico estudio sobre la tridimensionalidad cósmica otomí. De ahí que hablar de Nzahki no sea enumerar “demonios” o “fantasmas” aislados, sino comprender un universo poblado por presencias con las que se convive, se negocia y se repara cuando el equilibrio se quiebra. En palabras de esa misma tradición, nu ra nzahki, la “visión de la existencia”, es el reconocimiento de esas potencias que sostienen el orden de arriba, de en medio y de abajo.

Esa base ontológica convive con clasificaciones populares que, con la llegada del cristianismo y la traducción al castellano, tendieron a moralizar el repertorio. En divulgación reciente de corte etnográfico y periodístico, los nzahki aparecen descritos como “seres oscuros” capaces de enfermar o torcer la suerte de las personas: se listan figuras como “Señor del Infierno”, “Señor de la Noche”, “Sirena mala” o “Trompa de caballo”, entre otras. Para los hñähñu, estas denominaciones no anulan el trasfondo relacional: nombrar a un nzahki es identificar un tipo de presencia con campo de acción (la noche, los ríos, los bordes del monte) y, por tanto, un protocolo de trato, apaciguamiento o defensa. El problema, desde la mirada forteana, es cuando se reduce este sistema a una demonología “de catálogo”; la propia gente distingue entre nzahki dañinos, ambivalentes o protectores según el contexto, la conducta humana y la reciprocidad mantenida o rota.

No se entiende Nzahki sin el badi, literalmente “el que sabe”: curandero-especialista que media entre humanos y presencias. En San Pablito (Pahuatlán, Puebla), famoso por su papel amate, la ritualidad se expresa en figuras recortadas que materializan a los nzahki convocados: con ellas se pide permiso, se hace ofrenda, se captura o redirige la fuerza, y se “da de comer” a quien corresponde. La idea registrada por proyectos culturales y etnográficos locales es directa: si el mundo está densamente poblado por potencias, vivir éticamente es sostener los intercambios adecuados con ellas. De ahí que la cura no sea solo farmacológica, sino también política-cósmica: reparar un vínculo roto con la milpa, el agua o el cerro que se ofendió.

Desde la teoría nativa, Nzahki es “la fuerza originaria, móvil, diseminada en todo el universo” cuyo soporte e instrumental son los cuerpos, los papeles, los cantos, los soplos y los alimentos rituales. La investigación sobre “el espejo otomí” resume así una ontología en la que la energía-relación precede a las cosas: lo que hay son corrientes y potencias que se pliegan en figuras. Bajo esa lógica, un maíz con buen nzahki nutre y protege; un viento con nzahki enojado enferma; un río con nzahki satisfecho abre paso a la pesca. La enfermedad, entonces, no es mero desarreglo orgánico, sino quiebre de reciprocidades con estas presencias.

Esta concepción está relacionada con la ecología ritual de la milpa. Programas culturales han documentado que en la cosmovisión hñähñu “el mundo está poblado por nzahki, espíritus o fuerzas vitales, que poseen todos los seres naturales y sobrenaturales, y a los que se les deben procurar ofrendas y ceremonias a través del badi”. Los calendarios agrícolas asocian momentos críticos (siembra, primera lluvia, desgrane) con acciones de reconocimiento a los nzahki de la tierra y del maíz. La finalidad es doble: pedir permiso y reconducir el exceso; si no se cumple, llegan el espanto, la pérdida del camino, el “aire malo” o la enfermedad. Sin esta trama relacional, la milpa no “camina”.

La dimensión lingüística recuerda que el hñähñu es una familia pluricéntrica de hablas tonales y guturales con fuerte variación regional. En ese sistema, términos próximos como nzaki (vida/ánimo/fuerza) y nzahki (potencia/ente de la fuerza) pueden documentarse con matices según comunidad y práctica ritual, lo que explica por qué en fuentes académicas aparecen grafías y alcances semánticos diferentes. Esto complica cualquier intento de fijar una definición única y subraya la necesidad de citar contextos: sanatorios comunitarios, curaciones de susto, limpias con papel o con humo, o trabajos de monte.

La clasificación local de los nzahki distingue conjuntos asociados a dominios (agua, monte, viento, noche), a oficios y a estados de la persona (enfermedad, destino, ánimo), así como figuras individualizadas. Estas taxonomías no son listas muertas: se performan en rituales, se actualizan en sueños y se transmiten en la enseñanza del badi. Un mismo nzahki puede ser aliado o perjudicial según el modo del encuentro y la calidad de los pagos rituales.

Cuando el discurso mestizo —incluida cierta prensa— traduce nzahki como “demonios”, conviene recalibrar: si bien hay nzahki ominosos (de la noche, del agua brava, del cerro celoso) que “enferman” o “tapan el camino”, el sentido hñähñu no es dualista en blanco y negro. Más bien, describe relaciones peligrosas que exigen protocolo. De allí que el arsenal terapéutico del badi combine diagnóstico (¿quién te llamó? ¿qué rompiste?), técnica (papeles, rezos, humo, baños), y diplomacia (pagar, pedir, prometer). En esta gramática del vínculo, la persona no es un individuo aislado sino un nudo de relaciones con humanos y no-humanos.

Un aporte mayor de la etnografía otomí al debate forteano es que propone un marco para comprender experiencias que, desde la modernidad, llamamos “paranormales”. Un mal de aire tras cruzar un lindero sin permiso; un extravío en pocos pasos dentro del monte; un sueño insistente que pide ofrenda; una pérdida de sombra (ánimo) que no cede a fármacos: todo ello entra en el dominio de nzahki y se resuelve con técnicas de relación. En ese modelo, la prueba no es el “registro instrumental” sino la eficacia: si el paciente “vuelve a agarrar su camino” y la milpa “se levanta”, el ajuste con los nzahki surtió efecto.

La ritualidad hñähñu incluye comidas para los dioses y para los nzahki, donde el menú, la disposición y la palabra son tan importantes como los ingredientes. Estudios en Hidalgo han descrito ofrendas complejas en las que se cocina “para los otros” en mesas diferenciadas, con tiempos y cortes precisos. Esta convivencia inter-especies no es metáfora: es la forma práctica de renovar reciprocidades y recordar que la agricultura, la salud y la suerte dependen de una mesa compartida entre visibles e invisibles.

No es casual que la iconografía de Metepec, Temoaya o San Pablito muestre, en bordados y papeles, un bestiario polimorfo: venados-viento, aves-agua, serpientes-río, criaturas compuestas. Desde la estética otomí, estos no son “dibujos” sino mapas relacionales donde se manifiesta el tránsito del nzaki por cuerpos. Si el público general asocia ese arte a lo “decorativo”, para los propios artesanos es soporte de memoria ritual y, a veces, instrumento de trabajo del badi.

En clave histórica, los hñähñu habitan un territorio discontinuo que abarca Hidalgo, Estado de México, Querétaro, Puebla, Veracruz y otras regiones, con una lengua y ritualidad que sobrevivieron a colonización, desplazamientos y modernización. En ese tránsito, Nzahki no “desapareció”; se re-significó con el tiempo y entre migrantes, como ha documentado investigación académica sobre jóvenes otomíes que reconfiguran su identidad a través de rituales curativos en contextos urbanos. El resultado es notable: lejos de fosilizarse, el repertorio nzahki se adapta, crea nuevas mediaciones (desde veladoras urbanas hasta altares domésticos) y mantiene su centralidad en la construcción de persona.

Esa plasticidad explica por qué, en ambientes de turismo cultural o divulgación ligera, Nzahki puede aparecer empaquetado como “lo demoníaco otomí”; sin embargo, las fuentes serias insisten en que se trata de una **ontología relacional**: un mundo social ampliado que incluye presencias con voz y apetito, con memoria y humor, con susceptibilidad al agravio y capacidad de reciprocidad. Allí la ética es una práctica cotidiana: pedir, pagar, agradecer, compartir, escuchar los límites. Por eso, los nzahki “de la noche” no son simples espectros, sino advertencias liminares que recuerdan que los lindes: cercas, cauces, cuevas, son sitios de negociación; los nzahki “del agua” no son sirenas exóticas, sino aguas con persona que guardan memoria de ofensas y favores.

Para una revista forteana, la lección es doble. Primero, que el “mundo invisible” otomí no es residuo del pasado, sino tecnología social vigente para gestionar incertidumbres (clima, salud, fortuna, conflicto). Segundo, que su evidencia no se reduce a “pruebas” espectaculares, sino a prácticas eficaces sostenidas por comunidad, especialistas y un léxico fino de relaciones. Quien se aproxima con paciencia encuentra un sistema coherente donde nzahki nombra lo que en la ciencia ecológica llamaríamos agencias más-que-humanas y en la fenomenología co-presencias. En ese cruce, la criptozoología cultural tiene campo fértil: rastrear no “animales desconocidos”, sino entidades relacionales cuya huella se mide en curaciones, cosechas, caminos recuperados y sueños apaciguados.

Si el lector busca “el monstruo” en Nzahki, quizá no lo encuentre. Lo que hallará es más inquietante y más útil: un método de habitar un mundo densamente poblado, en el que la frontera entre naturaleza y cultura se vuelve porosa, y donde hablar, alimentar y pedir permiso son actos tan racionales como sembrar o curar. En tiempos de crisis ecológica, la sabiduría hñähñu ofrece un recordatorio sobrio: el mundo no es un fondo mudo de recursos, sino una asamblea de presencias con las que conviene llevarse bien. Y a esas presencias, los hñähñu las llaman Nzahki. 

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