Por Félix Ayurnamat
En esta ocasión visitamos el Museo Nacional de la Estampa para visitar la exposición temporal: “Leopoldo Méndez: de la estampa al mural en movimiento”. No es la clásica exhibición de obras colgadas en muros, aquí funcionan como ventanas que se abren hacia la historia, el cine mexicano y la vida cotidiana de un país que aún se sigue buscando a sí mismo. En tan solo tres salas, podemos observar 48 grabados originales que interactúan con fotogramas y carteles cinematográficos que nos presentan la profunda relación de Leopoldo con la imagen en movimiento. Y aquí ocurre algo curioso: al mirar sus xilografías o linografías, uno siente, como bien lo señala la museografía, que ha entrado al cine. Cada trazo es un fotograma detenido, cada línea negra es un fotograma que quiere fluir.
La exposición me sorprendió por el vínculo tan estrecho entre su obra gráfica y el cine mexicano, que desconocía totalmente. Los carteles de películas como Río Escondido, Pueblerina o La rebelión de los colgados no aparecen como añadidos, sino como prolongaciones naturales de su trabajo. Es evidente que la colaboración con Gabriel Figueroa no fue sólo un cruce técnico, sino un encuentro de visiones: ambos entendieron que la imagen podía ser al mismo tiempo poética y política, memoria y denuncia, belleza y testimonio. Lo fascinante es cómo la exposición nos deja ver este tránsito, ese ir y venir entre la estampa, el mural y el cine como un mismo río que cambia de cauce, pero nunca de esencia.
En medio de todo esto, aparece la faceta menos conocida de Méndez: sus murales. Aunque fueron pocos en número, la museografía los coloca como un puente que permite asociar el carácter narrativo y monumental del muralismo con la fuerza sintética del grabado. En sus murales se reconoce la misma mirada incisiva, pero ampliada, como si la estampa hubiera roto sus márgenes y buscara abrazar al espectador. Y en este gesto está también la utopía: la imagen no como propiedad privada, sino como espacio común, como palabra compartida.
Al caminar por la exposición, uno comprende que Leopoldo Méndez no fue un artista aislado, sino parte de un entramado cultural que transformó la manera en que América Latina se miraba a sí misma. La gráfica, el mural y el cine fueron, en sus manos, herramientas de consciencia colectiva. Sus imágenes no son reliquias del pasado, sino espejos que aún reflejan la desigualdad, la esperanza, el dolor y la dignidad. Por eso su obra sigue latiendo: porque no se limita a ilustrar, sino que conversa con el espectador, convoca, nos lleva a recordar que el arte tiene sentido cuando dialoga con la vida.
Salí del museo con esa sensación serena de haber visto más allá de lo obvio. Como cuando una película termina y la luz de la sala nos recuerda que aún estamos aquí, pero algo en nosotros se ha movido. Méndez logra eso: que la mirada despierte, que el corazón se aquiete, y que la conciencia se ensanche, aunque sea un poco, en silencio.
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