Por Raffi Asdourian - Flickr, CC BY 2.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=61273784
Por Andrea Méndez
A veces me pasa que veo una película de Clint Eastwood —dirigida por él, claro— y me quedo pensando en mi papá. No porque sean iguales (mi papá jamás disparó un rifle ni montó un caballo en el desierto), sino porque en el cine de Eastwood la figura paterna —y su inevitable fracaso— está en todas partes. Y eso me pega. Porque en el fondo, sus películas son sobre hombres que no saben ser padres. Hombres rotos, hombres viejos, hombres solos.
Y sí, ya sé que su cine siempre ha sido leído como "el último western", "el héroe crepuscular", "la nostalgia de la masculinidad perdida"... pero desde el psicoanálisis, todo esto tiene otra capa: la de la culpa, el duelo, la imposibilidad de cuidar al otro, de reparar. Porque si algo caracteriza la psicología del cine de Eastwood es la obsesión con la redención imposible.
Pensemos en Gran Torino (2008). Walt Kowalski es un hombre viudo, racista, amargado, que no puede conectar con sus propios hijos, pero que de pronto siente la necesidad de proteger a un joven vecino asiático. No puede ser buen padre con sus hijos biológicos, pero tal vez —solo tal vez— puede salvar a este extraño. El plano final, con Walt muerto como un Cristo, sacrificado, lo dice todo sin palabras. Es la redención masculina definitiva: morir por otro para no tener que vivir con la culpa.
O Unforgiven (1992), su gran obra sobre la violencia y el arrepentimiento. William Munny es un asesino retirado que regresa al crimen porque la vida decente no le basta. No es casual que sea un viudo con hijos pequeños, a quienes apenas puede cuidar. La figura paterna está rota desde el inicio. Su violencia es herencia, maldición, condena. No hay salida. La escena en la que bebe de nuevo después de años sobrio es desgarradora porque sabemos que ese trago lo devuelve a su verdadera naturaleza: la de un hombre incapaz de proteger, de sostener, de amar sin destruir.
Y luego está Million Dollar Baby (2004). Frankie Dunn, el entrenador solitario, sin hija, sin familia, que encuentra en Maggie la hija que nunca tuvo. Pero la relación se tuerce, como siempre en el cine de Eastwood: la quiere tanto que debe matarla para liberarla del dolor. El gesto paterno final es el sacrificio, la muerte por piedad. Es brutal, es hermoso, es devastador. Y la cámara lo capta con una delicadeza cruel, casi sin música, sin énfasis. Porque en el cine de Eastwood los grandes actos suceden en silencio.
Y ese silencio es lo que más me obsesiona de su estilo visual. Los planos largos, las miradas contenidas, los encuadres vacíos que hablan de ausencias más que de presencias. En Mystic River (2003), la culpa y la paternidad fallida lo llenan todo. Tres hombres, tres padres rotos por un crimen de la infancia. La cámara los encierra en encuadres cerrados, los asfixia en su barrio gris, en sus decisiones torcidas. El crimen no es solo externo: es psíquico, es de origen.
Hay algo profundamente masculino en este cine, sí. Pero no es la masculinidad triunfante de los superhéroes actuales. Es una masculinidad envejecida, gastada, dudosa. Una que sabe que ha fallado, que ya no puede corregirse. Y eso lo vuelve humano, conmovedor, tristemente hermoso.
No sé si alguna vez Clint Eastwood quiso hablar de la maternidad. Tal vez no directamente. Pero en el vacío de sus padres hay siempre una madre ausente, perdida o imposible. En Changeling (2008), es Angelina Jolie quien busca a su hijo desaparecido, enfrentándose a un sistema de hombres corruptos e incompetentes. Y aun ahí, el dolor materno está atravesado por la ausencia de una figura protectora masculina.
A mí me conmueve este cine porque no es triunfalista. Porque, como en la vida real, las reparaciones llegan tarde, incompletas, rotas. Porque muestra hombres que no saben amar bien, que hieren sin querer, que piden perdón demasiado tarde. Y porque visualmente todo esto se dice sin palabras, en planos sobrios, silenciosos, cargados de tiempo y de pérdida.
Quizá por eso sigo volviendo a sus películas. Porque, aunque no comparto sus ideas políticas (ay, Clint, de veras...), su cine sí entiende algo esencial de la psique humana: que la culpa no desaparece, que el amor no basta, que la redención es siempre parcial. Y eso, contado con encuadres largos y luz dorada al atardecer, me parece una de las cosas más tristes y hermosas que el cine nos ha dado.
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