Por TPS
Hace poco, mientras leía por enésima vez un editorial feroz contra Trump en The New York Times, al mismo tiempo que otro medio europeo llamaba “peligro global” al gobierno de Netanyahu, no pude evitar sonreír, con una mezcla de sospecha, hartazgo y lucidez. Porque algo está pasando, y está pasando en serio: la derecha neoliberal y la ultraderecha ya no se toleran, ya no se encubren, ya no se tratan con guante blanco. Ahora están en guerra abierta. Una guerra sucia, en la que se atacan con las mismas armas con las que históricamente nos han atacado a quienes estamos en el otro extremo: los pueblos, las izquierdas, los movimientos sociales, las resistencias anticoloniales.
Y no deja de ser paradójico. Porque, en teoría, estos sectores comparten fundamentos. Ambos defienden el capitalismo, el orden jerárquico global, el poder blanco y el control de los recursos. Pero hoy, se despedazan como perros rabiosos. ¿Por qué?
A mí me parece que lo que estamos viendo es una disputa por el control del relato y del aparato de poder global. La derecha neoliberal, la que ha gobernado el mundo desde los años ochenta con sus bancos, sus medios, sus universidades, sus tecnócratas elegantes y su lenguaje de “libertades” y “mercados abiertos”, está viendo cómo la ultraderecha populista y autoritaria le está arrebatando las llaves del castillo. Y no lo tolera. Porque para ellos, perder el control del sistema es una forma de perder la legitimidad histórica que han construido con tanto cinismo.
Trump es el ejemplo más claro. No lo atacan por racista o por machista, eso a la prensa corporativa le ha importado poco durante décadas, lo atacan porque es un salvaje con poder, que no sigue las reglas del club. Porque hace negocios sin disimular, insulta sin cálculo, pacta con enemigos del “orden occidental”, y le habla a una base social que desprecia a las élites neoliberales tanto como nosotros. Pero sin buscar justicia: lo hace por rabia, por supremacismo, por revancha. Y eso los asusta.
Lo mismo pasa con Netanyahu. No es que The Guardian o la Unión Europea hayan descubierto de pronto que hay un genocidio en Palestina. Ese genocidio lleva décadas, con su silencio cómplice. Lo que pasa es que ahora Netanyahu ya no cuida las formas, ya no se ajusta al relato democrático liberal, y eso incomoda. Es un monstruo que ellos mismos alimentaron y que hoy no pueden controlar.
En el fondo, lo que hay es una disputa entre dos modelos de gestión del poder capitalista: uno que lo disfraza de consenso, derechos humanos y “occidente civilizado”, y otro que lo ejerce de forma brutal, con discursos de odio, fronteras cerradas y estética de apocalipsis. Pero ambos viven del mismo sistema: del extractivismo, del control militar, de la desigualdad, del racismo estructural.
Entonces, ¿qué hacemos nosotros, quienes no estamos con ninguno de esos dos polos? ¿Cómo leemos esta guerra intestina entre verdugos?
Yo creo que es un momento de claridad. Porque esta fractura entre las derechas deja al descubierto lo que durante años se nos vendió como unidad moral: que el “centro” era razonable, que el neoliberalismo era inevitable, que había que elegir entre lo menos peor. Hoy vemos que no. Que las derechas se odian entre sí no porque una defienda la justicia, sino porque una ya no necesita fingirla.
Nos toca observar con lucidez, no con ingenuidad. No caer en la trampa de aplaudir a la derecha neoliberal solo porque está peleada con la ultraderecha. No, gracias. Nos han robado demasiado como para darles el beneficio de la duda otra vez.
Pero también es cierto que esta guerra entre ellos abre grietas. Y por esas grietas podemos colarnos. Para articular otras voces, otros relatos. Para señalar las hipocresías del liberalismo sin olvidar las brutalidades del fascismo. Para construir espacios de dignidad, aunque sean pequeños, donde las palabras justicia, comunidad o ternura no suenen ridículas.
Que se maten entre ellos, si quieren. Que se destruyan con sus propias armas sucias. Nosotros vamos por otro camino. El de la memoria, el de la autonomía, el de los pueblos que resisten sin traje ni corbata, sin drones ni think tanks, pero con una dignidad que no entra en sus esquemas.
Así entiendo yo este momento histórico: como una pelea de gigantes enfermos, que deja abierta la posibilidad, remota, difícil, pero real, de sembrar otra cosa entre sus ruinas.
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