Escena de Moonrise Kingdom (2012).
Por Andrea Méndez
Wes Anderson: familias rotas, miradas quietas
Hay algo en el cine de Wes Anderson que me provoca una mezcla extraña de ternura y tristeza. Sus películas parecen cajas de música: todo está milimétricamente colocado, nada se mueve fuera de lugar, los colores son tan perfectos que dan ganas de tocarlos. Y sin embargo, detrás de esa estética encantadora, hay un dolor muy silencioso. Siempre es el dolor de una familia fracturada, de una infancia que no termina de sanar, de un adulto que sigue cargando con las heridas del niño que fue.
Creo que por eso me gustan sus encuadres simétricos. No son solo una cuestión visual, sino casi psicológica: en un mundo caótico, Anderson parece estar buscando orden, intentando construir un lugar donde todo esté bajo control. Pero lo más triste es que, aunque todo se vea ordenado, sus personajes nunca lo están.
Familias en ruinas, pero hermosas
Wes Anderson trabaja, una y otra vez, con el mismo material traumático: familias rotas, figuras parentales ausentes o ineficaces, niños hipersensibles que se comportan como adultos y adultos que actúan como niños heridos. The Royal Tenenbaums es, quizá, su paradigma: la simetría del encuadre y la arquitectura de la casa funcionan como un marco que intenta sostener el desorden afectivo. Desde el psicoanálisis, diría que la puesta en escena opera como un yo hipercontrolado tratando de contener un ello que amenaza con desbordarse (duelos no elaborados, celos, rivalidades fraternales, la pulsión de fracaso que los ronda a todos).
En Moonrise Kingdom, esa necesidad de control se vuelve todavía más evidente: dos adolescentes, agotados de la negligencia emocional del mundo adulto, deciden inventarse su propio territorio psíquico (y geográfico). El encuadre frontal, la composición bidimensional, la precisión coreográfica: todo parece una libreta clínica donde cada emoción está subrayada y con post-its de colores. Pero lo que se filtra (lo que siempre se filtra) es el anhelo: el deseo de pertenecer, de ser mirado sin ser corregido.
El arte de mirar desde la infancia
No se si Wes Anderson sigue viendo el mundo como lo haría un niño. Hay algo en su cine que me recuerda a cuando era pequeña y creía que el universo se podía ordenar con una caja de colores, que el dolor era algo que se podía dibujar bonito para que no doliera tanto. Sus personajes suelen hablar con una calma que raya en la frialdad, pero esa calma esconde mucha soledad.
The Life Aquatic with Steve Zissou es otro ejemplo. Steve es un hombre obsesionado con una misión absurda (matar al tiburón que devoró a su amigo), pero en realidad lo que busca es un sentido para su vida. Lo más conmovedor no es el humor absurdo, sino los silencios: esos momentos donde la cámara se queda fija y todo se siente ligeramente descompuesto, como si algo estuviera a punto de romperse.
Simetría, frontalidad, miniaturas: la estética como defensa
La simetría andersoniana no solo es estilística; es psicológica. Simetrizar el cuadro es equilibrar un mundo que internamente es desigual. La frontalidad y los paneos a 90° fijan una distancia emocional que evita el desborde (los personajes rara vez lloran de manera catártica; cuando lo hacen, la cámara los contiene como si estuviera sosteniendo la respiración). Las miniaturas y maquetas refuerzan esa sensación de control: si el universo es demasiado complejo, lo reduzco de escala para poder manipularlo, comprenderlo, casi jugar con él (juego entendido como una técnica de simbolización, diría Winnicott).
En Fantastic Mr. Fox, esa lógica es literal: muñecos que se mueven con stop motion, pelaje que se despeina cuadro a cuadro, una materialidad táctil que suaviza el conflicto existencial de un padre que no logra dejar de ser un ladrón. La ternura de la textura funciona como contrapeso del conflicto narcisista y de la crisis de identidad masculina, otro de los ejes recurrentes de su cine.
El color como termómetro afectivo
Anderson no “ilustra” emociones; las codifica cromáticamente. El amarillo mostaza melancólico, los rojos que nunca son violentos, los azules desaturados que huelen a pasado: sus paletas crean atmósferas afectivas estables donde los personajes puedan “sentir sin salirse de cuadro”. Es como si dijera: “te permito la tristeza, pero por favor elige un tono que combine”. Sé que suena irónico, pero lo vivo con mucha empatía: hay algo profundamente humano en intentar matizar el dolor para que sea habitable.
La voz en off y el archivo: narrar para sobrevivir
La voz en off (del narrador en The Royal Tenenbaums, del escritor en The French Dispatch, del documental ficticio en The Life Aquatic) configura una capa meta— una instancia simbólica que ordena, clasifica y reescribe el trauma. En términos psicoanalíticos, es el relato que viene a suturar la herida, a darle nombre a lo que, si se quedara mudo, dolería más. Y los dispositivos de archivo (libros, recortes, revistas, expedientes) operan como fetiches organizadores: objetos transicionales que permiten que el caos interno sea narrable.
Humor seco, duelo tibio
El humor de Anderson es un humor de inhibición, de ironía protectora. No se ríe para escapar, sino para regular. Es un humor que atempera el dolor sin negarlo; un humor que sabe que la muerte (siempre hay muerte) y el abandono están ahí, pero decide mirarlos con una leve inclinación de cabeza y un encuadre perfecto. En The Darjeeling Limited, tres hermanos viajan para elaborar la muerte de su padre; pero más que llorar, se orquestan: tren, itinerario, maletas (y cómo olvidar ese plano final soltando el equipaje: metáfora tan evidente como eficaz del desprendimiento del superyó paterno).
¿Dónde están las madres? (y por qué su ausencia pesa tanto)
Aunque en esta ocasión estoy escribiendo de la psicología andersoniana y no específicamente de la maternidad, no puedo evitar señalarlo: las madres suelen estar desplazadas, idealizadas o ausentes. Etheline Tenenbaum, por ejemplo, es competente y amorosa, pero emocionalmente distante. En Asteroid City, la madre de los niños ha muerto y la orfandad tonal del film (ese desierto desaturado) es la huella estética de esa pérdida. Desde el psicoanálisis, la “madre faltante” aparece como una zona hueca que los personajes llenan con rituales, colecciones, mecanismos, inventarios. Anderson filma ese vacío con una belleza que no anestesia: lo vuelve legible.
Mi relación con su cine
A veces, cuando me siento demasiado caótica, revisito sus películas. No porque me den calma (aunque a veces sí), sino porque me recuerdan que el dolor puede tener su propio lenguaje visual. Que no todo trauma necesita gritar para existir, que hay historias que se cuentan en silencio, en los pequeños gestos, en las miradas fijas.
Anderson me enseñó que la psicología del cine no solo está en los diálogos ni en las tramas, sino en la forma en que el espacio y el color cuentan una historia. Y cada vez que veo uno de sus planos perfectos, siento que algo dentro de mí entiende perfectamente lo que está tratando de decir.
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