Por Rebeca Jiménez Cada amanecer, antes de que la ciudad recuerde quién es, el sol se alza sobre los cerros y posa su mirada antigua sobre la vasta extensión humana que respira y se duele bajo él. No tiene párpados, no sabe cerrar los ojos. Por eso carga con el privilegio o la condena de verlo todo. Desde su altura, el sol observa la Ciudad de México como si fuera un organismo que se debate entre lo ideal y lo mundano. A veces la contempla con cierta ternura, como quien mira a un hijo que insiste en repetir los mismos errores; otras, la mira con un cansancio que roza la desesperanza. Apenas despierta la mañana y ya advierte, en un departamento de Iztacalco, a una mujer de cuarenta años que se viste lentamente frente al espejo. Cecilia lleva las manos temblorosas. Está a punto de tomar una decisión que fingió posponer por meses: dejar al hombre con el que vive desde hace una década. Él duerme todavía, boca arriba, confiado. El sol ilumina el borde de la cama, y por un instant...
Por El Perrochinelo A Don Andrés lo conocí una madrugada en cuatro caminos, cuando yo andaba buscando taxi porque el metro ya había jalado cortinas y no traía ni pa’ un Uber. Lo vi ahí, limpiando su coche. Setenta y cuatro años, pero con postura de boxeador viejo: derechito, firme, sin perder estilo. —¿Pa’ dónde va, joven? —me dijo con voz ronquita, de esas que ya pasaron por muchos años y muchas desveladas. —A la Portales, Don. —Súbase. Ahorita lo dejamos como carta en buzón. Y vámonos, que el señor maneja como si la ciudad fuera suya. Lo que más me sorprendió fue que, antes de llegar al cruce con Reforma, le pregunte por la medalla que colgaba de su retrovisor y me contó que cada año corre la carrera del Día del Padre. Veintiún kilómetros. A sus setenta y tantos. Yo pensé que estaba cotorreando, pero lo dijo con esa seriedad humilde que da el orgullo verdadero. —No crea que me aviento el maratón como antes —me dijo riéndose—. No, ya no. Pero el medio todavía me lo echo. Poco a poquit...