Por Rebeca Jiménez Sandra aprendió temprano que el afecto era una moneda útil. No creía en la pureza de los sentimientos ni en la gratuidad de los gestos: desde que tuvo edad suficiente para salir al mundo, entendió que cada sonrisa, cada promesa velada de afecto, podía intercambiarse por algo más tangible. Un favor, una tarea terminada, un café pagado, un negocio improvisado que alguien abriría con tal de no perder su atención. A sus veintiún años, su vida era una hilera de transacciones invisibles. Su amor, su simpatía, su tiempo: todo podía ser negociado. El rostro dulce, los gestos estudiadamente torpes, la vulnerabilidad fingida. Era fácil, al principio. Siempre había alguien dispuesto a darle lo que pedía a cambio de sentirse elegido, especial, dueño siquiera por un instante de esa cercanía fabricada. Pero el tiempo es un juez silencioso y cruel. Primero fueron los compañeros de universidad, luego los socios pequeños, los hombres mayores que veían en ella una promesa de vita...
Por El Perrochinelo El "Chava" Gómez llegaba a la panadería antes de que saliera el sol, cuando las calles de la colonia El "Arenal" todavía olía a tierra dormida y a orines frescos. A los diecisiete años, cuando su jefe le enseñó a meter las manos en la masa, lo primero que pensó fue: "qué chinga, esto no es pa’ mí". Pero luego olió el primer bolillo horneado y se le hizo agua la boca... y el alma. Desde entonces, ahí siguió. Panadero de hueso amasado. —¡Chava, los bisquets, órale que ya vienen los del mercadito! —gritaba Toño, el chalán medio güevón que traía de ayudante. —¡Ya voy, no mames, no ves que no soy pulpo! —le respondía Chava, mientras limpiaba el sudor de su frente con el dorso lleno de harina. El horno estaba igual de ruco que él, crujía cada vez que lo abrían y aventaba un tufo entre gloria bendita y vapor de caldera vieja. Pero Chava no lo cambiaba por nada. Cada vez que le entraba el olor a pan recién hecho, se le revolvía algo en el pecho...