Querido Félix, mi confidente eterno:
He cometido un horrendo crimen. Y no, no es haber dejado plantada a mi tía la de las ideas medievales (aunque ganas no me faltaron). Es peor: olvidé felicitar al santo varón que me trajo a este mundo de ruido y estupidez. A mi padre. Sí, ese pobre hombre que desde que tengo uso de razón (y desde que él tiene uso de paciencia) ha sido mi cómplice silencioso, mi facilitador de antisocialismo, mi dealer oficial de novelas de Agatha Christie y mi proveedor de excusas elaboradas para no salir de casa.
Porque hay padres que enseñan a sus hijas a socializar, a sonreír en reuniones familiares, a ser amables con los primos insufribles y a decir “gracias” cuando alguien les ofrece una gelatina con pasas. Y luego está el mío. Un antisocial de clóset que, aunque se viste de adulto responsable, de proveedor, de hombre estoico casado con una mujer que lo lleva de la correa más corta que la moral de una chica onlyfans promedio... por dentro es uno de los nuestros, Félix. Es de la Resistencia.
¿Sabes cómo lo descubrí? Porque nunca, jamás, me obligó a saludar de beso a la tía Alicia (la que huele a alcanfor y resentimiento). Jamás me insistió en que fuera “más femenina” o que sonriera como muñeca diabólica de aparador de tienda. Al contrario: cada vez que llegaba una visita no deseada a la casa, se acercaba sigilosamente a mi habitación (cuartel general de mi misantropía) y me decía en voz baja:
“Quédate leyendo, yo les digo que tienes tarea”
Un santo, Félix. Un mártir del matriarcado opresor. El pobre siempre vivió entre la dictadura de mi madre (la emperatriz absoluta de las expectativas sociales) y la de mi abuela paterna, que siempre fue un general sin ejército pero con mucho rencor acumulado. El hombre no tenía escapatoria… salvo yo. Su única causa perdida con la que podía ser él mismo.
Gracias a él nunca pisé una clase de ballet. Fue él quien me consiguió mi primer novela de misterio cuando todas las niñas de la escuela tenían Barbies con tacones. Y fue él quien me explicó que no pasa nada si uno prefiere una tarde con Sherlock Holmes que una tarde con “las niñas del parque” (léase: jauría de hienas vestidas de rosa chillón).
¿Cómo no querer a ese hombre, Félix? A pesar de haber vivido la mitad de su vida con cara de resignación mientras su madre le explicaba por qué debía cortarse el bigote “como un señor decente”, o mientras mi madre le recitaba su lista de mandatos (“no dejes la toalla mojada, no fumes, no respires fuerte, no pienses sin avisar”)... él siempre tuvo tiempo de pasar por la librería y traerme una novela de crímenes truculentos.
Él me entendió cuando nadie más lo hacía. Cuando yo decía que odiaba los festivales de la escuela porque todos los niños parecían duendes drogados con azúcar, él simplemente asentía con la cabeza mientras hojeaba el periódico. Cuando le confesé que odiaba ir a las fiestas porque los globos me daban ansiedad existencial, él no se rió. Solo me preguntó si prefería quedarme en casa viendo películas del cine noir en blanco y negro. Y así era. Un tipo raro. Un tipo sensato. Casi en extinción.
Y esta vez… ahora, Félix, lo he olvidado. Día del padre. Sin mensaje. Sin llamada. Sin meme sarcástico de WhatsApp. Nada. Un silencio criminal digno de una novela de suspenso, pero sin cuerpo escondido en el clóset. ¿Cómo es posible que haya olvidado saludar al único hombre decente —y cuerdo— de esta casta de locas místicas que es mi familia?
Quizá es porque con él no hay presión. Él no espera flores, ni mensajes de Pinterest, ni una corbata fea comprada en oferta. Él sabe que mi mente es un desastre organizado, un caldo hirviendo de ironía y misantropía mal disimulada. Sabe que lo quiero en silencio, como las buenas conspiraciones. Sabe que yo también formo parte de esa resistencia secreta de personas que desprecian las llamadas innecesarias, los abrazos obligatorios y los desayunos familiares los domingos a las 8 a.m. (¡¿qué clase de psicópata hace eso, Félix?!).
Tal vez, pensándolo bien, olvidar felicitarlo es la más grande prueba de confianza. Entre antisociales de clóset no hay necesidad de demostraciones públicas. Él sabe. Él siempre supo.
Además, ¿cómo no iba a entenderme alguien que ha vivido más de cuarenta años rodeado de mujeres controladoras, histéricas, teatrales y opinólogas profesionales (mi abuela, mi madre, mis tías… el santísimo club de las marionetistas del alma masculina)? Félix, no exagero: este hombre merecería una medalla. O al menos una mención honorífica en mi novela autobiográfica: “Manual de supervivencia para una niña antisocial”.
A veces pienso en cómo sería él si lo hubieran dejado ser libre. Un hippie sin causa. Un coleccionista de vinilos de Pink Floyd. Un escritor frustrado de novelas negras. Tal vez un detective privado de poca monta que resuelve casos de gatos perdidos en la colonia Narvarte. Y en vez de eso, ahí está: jardinero de domingo, cargador de bolsas del súper, pagador oficial de recibos de luz… Y facilitador personal de mi misantropía desde que nací.
Así que, querido Félix, he pecado de olvido, pero no de falta de cariño. Hoy mismo iré a buscarle una novela nueva. Algo con detectives viejos, lluviosos, alcohólicos y con problemas de autoridad. Algo que le recuerde que su hija sigue fiel a sus principios de ermitaña urbana.
Porque si yo soy esta joyita de persona (antisocial, asocial, amargada y feliz de serlo) es por él. Por su sutil arte de esquivar compromisos. Por su apoyo incondicional para odiar a la humanidad en paz. Por su complicidad silenciosa en mi guerra contra las convenciones sociales.
Y aunque no le llamé hoy, sé que me entiende.
Tu amiga (y conspiradora eterna),
La Misántropa Consentida
Rebeca Jiménez
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