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Por Félix Ayurnamat
Rafael Coronel es esa mezcla de melancolía y extrañeza que transmiten sus personajes. Nació en Zacatecas en 1931 y falleció en Cuernavaca en 2019. Desde joven, su influencia artística fue marcada por su familia: su abuelo decoraba iglesias y su hermano Pedro también fue pintor. Esa herencia lo llevó de Zacatecas a estudiar en La Esmeralda, aunque fue expulsado por su propia rebeldía.
En su obra se distinguen dos grandes etapas: una figurativa hasta los sesenta, y una más abstracta desde los setenta, marcada por una exploración del color y la luz. Pero aunque hable de etapas, su estilo tiene siempre esa atmósfera contemplativa, esa sobriedad melancólica que tanto lo define.
Lo que me llama la atención es cómo retrata a los “imposibilitados”: monjes, frailes, gente marginada, seres atrapados entre la realidad y la fantasía. Hay un cuadro al que me gusta volver mentalmente: unos religiosos con sombreros puntiagudos, cuerpos alargados en un espacio indefinido —no es pura caricatura, pero tampoco es corte clásico. Me hace pensar en Goya, Rembrandt o Caravaggio, influencias reconocidas por críticos y por el propio Coronel.
Como artista, lo admiro porque esos rostros flotantes no son solo personajes: reflejan estados anímicos universales. En El hilo del escarabajo o El universo rojo, por ejemplo, el color no está para decorar, está para construir atmósfera. El uso del azul zacatecano es otro tema: hablan del cielo de su infancia. En esas tonalidades hay una forma de visibilizar su propia nostalgia, su lugar de origen.
Él mismo decía que cambiaba de estilo cuando sentía que lo había agotado, porque el arte debía darle placer. Esa frase me hace pensar en cuánto tenemos que cuestionar nuestras propias formalidades: si un estilo deja de hablarnos, quizás es momento de moverse.
Otro aspecto que me parece fundamental es su faceta de coleccionista. Acumuló más de once mil máscaras mexicanas que donó al Museo Rafael Coronel en Zacatecas. Esa colección no solo habla de un gusto personal, sino de su visión: arte popular, prehispánico, barroco... para él, todo formaba parte de una narrativa estética global . Me recuerda que el arte no debería estar confinado: lo popular, lo sacro y lo moderno pueden convivir en el mismo espacio.
Rafael Coronel fue parte de la llamada Generación de la Ruptura, esa de artistas que desafiaron la hegemonía muralista. Aunque en su obra hay una carga emotiva, no es narrativa política, es una mirada más existencial. Esa actitud me conecta: me muestra que el arte puede tener dimensión social sin volverse discurso directo.
Su vida también me intriga por lo personal. Se casó con Ruth Rivera, hija de Diego Rivera, en 1960, y se radicó en Cuernavaca tras su muerte en 1969. Creo que esa experiencia lo marcó. En su serie tardía se percibe una sensibilidad distinta hacia la vejez y el final, como en su retrospectiva Retrofutura de 2011, donde pinta a personajes decaídos, ya mayores. Su pintura parecía confesional, casi un diario visual sobre el paso del tiempo.
Y eso me lleva a preguntarme: ¿cómo dialoga hoy su obra con nuestra realidad? Estamos frente a un mundo que cambia rápido, donde muchas voces y personajes quedan fuera del centro. Coronel me hace recordar a esos invisibles, a los que el arte puede dar una forma, una presencia. Su mirada no moraliza, pero sí funciona como recordatorio de nuestra fragilidad.
La institución también lo ha reconocido. Expuso cuatro veces en el Palacio de Bellas Artes, ganó premios en Sao Paulo, Tokio y Osaka, pero fuera de esos círculos, su obra sigue siendo poco leída por el gran público. Me pregunto si eso sucede porque su expresionismo no se ajusta a narrativas fáciles, o porque su presencia es silenciosa y sombría, difícil de resumir en slogans.
Lo que el arte de Coronel me enseña es que la pintura puede ser un modo de entender la condición humana desde la tristeza, la vejez, la espera, la memoria. Esa ambigüedad, esa mezcla entre lo teatral y lo real, entre lo mágico y lo cotidiano, sigue siendo necesaria.
¿Cuántos de esos personajes de Coronel habitan hoy en nuestras calles, sin nombre, sin historia, sin momento en la narrativa pública? Porque al final, eso es lo que el arte puede hacer: poner en foco lo que normalmente no vemos y darnos espacio para sentirlo.
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