Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. Diego Rivera. 1947
Por Félix Ayurnamat
La muerte es un tema recurrente y profundamente arraigado en el arte mexicano, en donde se presenta no sólo como un fin, sino como un proceso que se entrelaza con la vida, los ciclos de la naturaleza y la espiritualidad. El arte mexicano ha sabido apropiarse de la muerte, otorgándole dimensiones simbólicas y culturales que reflejan su trascendencia en la conciencia colectiva. Este interés no sólo se manifiesta en el Día de Muertos, sino también en una amplia gama de expresiones visuales y materiales a lo largo de la historia, desde el arte prehispánico hasta el arte contemporáneo.
Si nos situamos en los tiempos precolombinos, la cosmovisión mexica, por ejemplo, presenta una concepción de la muerte que está muy ligada a la vida misma. Las esculturas y relieves de figuras como Mictlantecuhtli, el dios de la muerte, muestran una muerte activa, en perpetuo movimiento. La muerte no es un suceso aislado; es un destino compartido, un regreso al ciclo de vida y muerte que rige el universo. Estas obras buscaban evocar respeto y reflexión, recordando a la gente el equilibrio entre vida y muerte. Este enfoque es notablemente distinto a visiones que muestran la muerte como algo temido o evitado, ya que en la tradición mexica, la muerte es, en muchos sentidos, un pasaje y un honor.
Algunas culturas prehispánicas también utilizaron el arte funerario para honrar a sus difuntos, como en el caso de las urnas funerarias mayas y zapotecas, que poseen una gran riqueza simbólica. Es en estas representaciones donde comenzamos a ver la relevancia de los objetos que dialogan con la muerte, no desde el miedo, sino como una parte ineludible de la vida. Estas piezas servían para guiar el viaje del difunto al inframundo, además de fortalecer el vínculo de los vivos con sus ancestros.
A lo largo de la historia, esta particular relación con la muerte fue transformándose, pero manteniendo una característica esencial: la aceptación de su papel en el ciclo de la vida. La llegada de la colonización y la imposición de tradiciones religiosas occidentales trajeron consigo un conflicto entre las visiones indígenas de la muerte y la perspectiva cristiana. Sin embargo, las prácticas y creencias indígenas lograron encontrar un espacio propio de expresión en donde, sincretizadas con los ritos católicos, continuaron celebrando la muerte desde una perspectiva dual. Así, el arte colonial mexicano desarrolló imágenes de la muerte y del inframundo, adaptándose a las enseñanzas cristianas y, en paralelo, preservando los elementos simbólicos autóctonos.
Este sincretismo cultural llega hasta nuestros días en la festividad del Día de Muertos. Las ofrendas llenas de elementos como el cempasúchil, las calaveras de azúcar y la comida favorita del difunto son parte de una tradición que visualmente, a través de los colores, olores y texturas, nos muestra que la muerte no es necesariamente triste. Estas ofrendas, coloridas y detalladas, buscan atraer a los espíritus para recordar su existencia y renovar el lazo con ellos, estableciendo un diálogo simbólico entre el pasado y el presente. Al examinar este proceso desde la estética, las ofrendas mismas pueden considerarse obras de arte efímero: creadas con devoción y cuidadosamente desmontadas al concluir el ritual, sin intenciones de permanencia o comercialización.
Ya en el periodo posrevolucionario, los muralistas mexicanos encontraron en la muerte un símbolo para explorar temas de justicia, identidad y crítica social. Diego Rivera, en su mural "Sueño de una tarde dominical en la Alameda", presenta a la Catrina, un esqueleto elegantemente vestido, inspirado en las caricaturas de José Guadalupe Posada. Esta figura se ha convertido en un ícono de la muerte mexicana, crítica de las clases sociales y sus pretensiones, y Rivera la utiliza para hablar sobre la desigualdad y la injusticia. La Catrina es una muerte cercana, cómplice y, a la vez, una burla a la arrogancia de aquellos que intentan esconder la mortalidad bajo máscaras de opulencia.
El arte moderno y contemporáneo en México ha continuado explorando la muerte desde ángulos complejos y subjetivos. Artistas como Francisco Toledo y Julio Galán exploran la muerte desde un enfoque más personal e introspectivo, menos sociopolítico y más introspectivo y simbólico. Toledo, a través de su obra, juega con figuras de esqueletos y animales, uniendo vida y muerte en una sola composición que parece mostrar lo efímero. Galán, por su parte, aborda temas de identidad y mortalidad en sus autorretratos, enfrentándose a la vulnerabilidad y al dolor como si fueran reflejos de una misma esencia.
Lo fascinante es cómo el arte mexicano nos muestra a la muerte de maneras que en muchas culturas pueden resultar poco convencionales. En lugar de presentarla como algo a lo que debamos temer o rechazar, el arte mexicano a lo largo de los siglos nos muestra que es solo una etapa más, una realidad compartida. En este sentido, la estética de la muerte en México no solo ofrece una oportunidad para pensar sobre el fin, sino que abre un diálogo sobre el significado de nuestra propia existencia, cuestionando cómo vivimos y qué dejamos al mundo.
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