Por Andrea Méndez
Hoy quiero platicarles de uno de mis directores favoritos, Terry Gilliam. Hablar de él, es entrar a un universo donde lo visual se vuelve protagonista y la narrativa nos lleva al límite de la imaginación y la locura. Gilliam, con su estilo tan característico, es ese director que no teme arriesgarlo todo en la construcción de mundos visualmente complejos, surrealistas y profundamente simbólicos. Lo que más me gusta más de su cine es cómo combina lo absurdo con lo melancólico, lo grotesco con lo poético. Cada vez que veo una de sus películas, siento que estoy atravesando un sueño —o una pesadilla— donde lo que parece incoherente a simple vista tiene un eco psicológico brutal.
Si tuviera que empezar por lo básico, diría que el aporte visual más contundente de Gilliam está en su habilidad para crear mundos distópicos llenos de detalles barrocos. Tomemos como ejemplo Brazil (1985). Es imposible no quedarse absorta viendo esos planos cargados de información: los tubos enredados como arterias de un sistema burocrático moribundo, las ventanas que no dejan entrar la luz real y esos interminables cubículos que parecen diseñados para aplastar el alma. Gilliam usa el espacio como un reflejo psicológico del protagonista, Sam Lowry, quien está atrapado no solo en una sociedad opresiva, sino en su propia mente, con sus fantasías de escape y redención. En lo personal, está película me deja esa sensación de asfixia y desesperanza que uno a veces experimenta cuando la rutina se convierte en una cárcel; ver cómo ese sentimiento está tan perfectamente traducido en imágenes es impresionante.
En cuanto a la psicología de sus películas, creo que Gilliam tiene una fascinación con la fragilidad de la mente humana, especialmente cuando intenta encontrar sentido en un mundo absurdo. En Doce monos (1995), esta exploración llega a un nivel casi insoportable. La narrativa se construye como un rompecabezas temporal, pero es el diseño visual lo que te mantiene atrapada. Piensa en esa cámara constantemente inclinada, que parece imitar el caos interno del protagonista, James Cole. O esas escenas donde el mundo del futuro es un collage de tecnología obsoleta y espacios opresivos, como si la humanidad estuviera condenada a repetir sus errores una y otra vez. Me impacta cómo Gilliam usa la estética del retrofuturismo para plantear una pregunta existencial: ¿realmente somos capaces de cambiar, o estamos atrapados en un ciclo sin fin? Es un pensamiento que no deja de darme vueltas en la cabeza cada vez que termino de ver la película.
Visualmente, el cine de Gilliam es como un caleidoscopio: caótico, desbordante y, al mismo tiempo, cuidadosamente diseñado. En El imaginario del Doctor Parnassus (2009), por ejemplo, las transiciones entre el mundo real y el imaginario son tan fluidas que a veces no sabes dónde empieza uno y termina el otro. Es como si Gilliam quisiera borrar las fronteras entre lo consciente y lo inconsciente, entre la realidad y la fantasía. Desde un enfoque psicoanalítico, estas imágenes parecen hablarnos de la lucha constante entre el principio de realidad y el principio de placer, entre lo que debemos hacer y lo que deseamos profundamente. Lo que me parece más bello de este enfoque es que Gilliam nunca ofrece respuestas claras; sus películas son como esos sueños que te dejan con una sensación vaga pero poderosa de que algo importante acaba de ser revelado, aunque no sepas exactamente qué.
Uno de los aspectos que más admiro de su trabajo es su rechazo a la perfección pulida que a veces caracteriza al cine contemporáneo. Sus películas, con su estética artesanal, me recuerdan que el cine también es caos, error, experimentación. Pienso en Las aventuras del Barón Munchausen (1988), con sus efectos visuales que, aunque ahora puedan parecer rudimentarios, tienen una calidez y una personalidad que rara vez encuentro en las películas modernas. Gilliam logra que esos mundos absurdos sean creíbles porque nunca pretende que sean realistas; lo importante no es la perfección técnica, sino la emoción que transmite cada imagen. Esto me hace pensar mucho en cómo las imperfecciones también forman parte de nosotros, de lo que somos, de nuestra manera de percibir y sentir.
En cuanto a su impacto en la historia del cine, creo que Gilliam ha sido fundamental para demostrar que la imaginación no tiene límites. Es un director que desafía las convenciones narrativas y visuales, y eso lo convierte en un verdadero innovador. Su legado se siente en el trabajo de otros cineastas que también exploran mundos surreales y temáticas complejas, como Guillermo del Toro o los hermanos/as Wachowski. Pero, más allá de su influencia, lo que más aprecio de Gilliam es su capacidad para recordarnos que el cine no solo es entretenimiento; también es un espacio para reflexionar, soñar y enfrentarnos con nuestras propias contradicciones.
En lo personal, cada vez que veo una película de Terry Gilliam, me siento un poco menos sola en mi forma de percibir el mundo. Su cine me recuerda que está bien sentirse fuera de lugar, que está bien cuestionarlo todo, incluso cuando las respuestas no son claras. En sus imágenes encuentro un refugio, pero también un desafío: mirar más de cerca, pensar más profundamente, imaginar sin límites. Y eso, creo, es lo que hace que su cine sea tan inolvidable.
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