Por TPS
Había una vez —como si eso alguna vez sirviera de advertencia— un fantasma de carretera llamado Genaro, no pasaba de 16 años cuando murio. No era un espectro trágico, de esos que cargan cadenas ni lamentos. No. Genaro era un fantasma funcional, discreto, casi sindicalizado, que asustaba con puntualidad a las tres de la mañana en el kilómetro 119, justo donde se aparecía con su rostro pálido, su ropa ochentera y su clásico: “¡Detente!”
Pero después de cuarenta años de sustos mal correspondidos, trailers indiferentes y adolescentes con GoPro gritándole “¡A ver, espanta, papi!”, Genaro cayó en una crisis existencial (o post-existencial, para ser precisos).
—Estoy harto —murmuró un día mientras flotaba encima de un bache eterno—. Quiero ver mundo. Quizás haya destinos más dignos para un alma en pena.
Y así, con un movimiento que no implicó pasaporte ni Uber, se trasladó a su primer nuevo destino: una oficina corporativa.
Allí descubrió un infierno que ni Dante se habría atrevido a redactar: empleados sin alma ni aguinaldo, jefes que exigían “proactividad” mientras veían TikTok y departamentos de Recursos Inhumanos que usaban frases como “esto es una familia” mientras despedían a media plantilla por correo.
—¡Carajo! Aquí ya todos están muertos por dentro… no necesito ni asustar.
Huyó.
Intentó suerte en una casa de una familia disfuncional. Entró ilusionado por la promesa de emociones humanas intensas. Pero lo que encontró fue peor: gritos en WhatsApp, cenas en silencio frente al televisor, padres que educaban con videos de YouTube y adolescentes que no le tenían miedo ni al SAT.
—¡Me largo! En esta casa el verdadero fantasma es el amor.
Llegó entonces a una oficina de gobierno, famosa por su capacidad de chupar la energía vital en menos de tres trámites. Genaro intentó asustar en el área de ventanilla, pero los ciudadanos ya llegaban tan devastados que lo confundían con otro funcionario. Incluso lo pusieron a sellar papeles.
—¿Número de folio?
—Eh… soy un espectro.
—¿Y con CURP?
Salió volando entre sellos, oficios y el eco de “vuelva mañana con su acta en original y 16 copias”.
Su última esperanza fue una universidad pública, creyendo que al menos ahí encontraría mentes brillantes, idealismo, filosofía… y alguna estudiante en Letras que lo escuchara contar sus historias. Pero no.
Lo que halló fue más deprimente: pasillos llenos de sueños vencidos, docentes con tres trabajos y cero contratos, estudiantes perseguidos por burocracias kafkianas, y una dirección más interesada en licitar plumas costosas que en apoyar la investigación.
Vio cómo se trituraban vocaciones en juntas administrativas. Cómo se esfumaban futuros con formatos mal llenados. Cómo la juventud, a la que él nunca llegó, se le escapaba a otros también.
Genaro, temblando (cosa notable para un ente sin carne), huyó de regreso a su vieja carretera olvidada.
—Al menos aquí nadie espera nada —suspiró—. Ni trámites, ni familiares pasivo-agresivos, ni juntas de planeación académica. Solo yo, la niebla y el kilómetro 119.
Desde entonces volvió a aparecerse con más entusiasmo. Incluso agregó un nuevo truco: se dejaba atropellar en loop para que lo grabaran mejor.
Y aunque lo que vio lo dejó marcado para siempre, entendió una gran verdad: los muertos, muertos están… pero los vivos, ¡los vivos sí que dan miedo!
Moraleja:
Antes de quejarte de tu infierno, asegúrate de que no hay uno peor con horario de oficina, de 8 a 8, 7 días a la semana, sin contrato, ni prestaciones, con firma electrónica y acta de nacimiento.
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