Por El Perrochinelo
Ora sí que, banda, déjenme les ladro algo que me viene oliendo rancio desde hace rato. Y no, no es la carnita echada a perder que tiraron los del puesto de tacos en la esquina de Circunvalación, sino ese tufo a burocracia apolillada que se mete hasta en los sueños más chidos de cambiar el mundo. Y es que, aunque uno ande de lomito revolucionario con la pata en la calle y el corazón a la izquierda, nomás no falta el burocrata de alma chiquita que se trepa al movimiento como quien se cuela a la fiesta con hambre y sin aportar ni hielo.
Porque la neta, compas, por más que uno le ladre al sistema y le mueva la colita al porvenir, hay raza bien miada que ve una oficina, una credencial con cargo, y se les infla el pecho como pan de feria. Gente que llegó dizque a transformar, pero a la mera hora resultaron más rancios que galleta vieja de animalito. Se vuelven los jefecitos del “no se puede”, los meros machuchones del “regrese el martes con copia de su alma”, y con eso te frenan más que caseta en colonia fifí. Y ni qué decir del cuatismo y el nepotismo, que se reparten las chambas como si fueran caguamas en tardeada de adolescentes, dejando fuera a los que sí traen corazón de barrio y cerebro en modo activo.
Y uno que viene de andar pidiendo lomito por el bienestar colectivo, pues sí se emperra. Porque mira tú, cuando la banda se organiza, le mete corazón, suda la camiseta y hasta vende el Play pa’ asistir a la asamblea, ¿y pa’ qué? Pa’ que llegue el licenciado con su pluma Montblanc y cara de “no me hables sin cita previa” y te mande a la congeladora con una sonrisa de vendedor de seguros.
Pero tampoco se trata de caer en el drama sabrosón nomás pa’ lucirse como intelectual de cafetería de la Roma. Aquí el punto, mis queridos seres sintientes de dos patas, es que ni la burocracia, ni los mini caciques, ni los iluminados de pasillo, deben quitarnos el antojo de un México más justo, más chido, y menos tramitológico. Porque neta, la transformación real no viene en sobres de manila, ni se imprime con sello de oficialía de partes.
Eso sí, hay que andarse bien truchas. Porque donde hay hueso, hay pleito. Y donde hay presupuesto, salen hasta los primos de la tía de la novia del compadre. Por eso hay que tener olfato fino pa' cachar al infiltrado, al que se dice “del pueblo” pero que en la primera oportunidad te cobra la cooperación “voluntaria” pa’ entrar al comité. O al otro, el que llegó al puesto con la consigna de servir, pero ya lo ves en la Suburban con aire de virrey y guarura con más lentes oscuros que ideas.
Y aún así, banda, a pesar del cochinero que a veces se filtra como humedad en vecindad vieja, uno no puede —ni debe— perder la fe. Porque los de abajo, los de a pie, los de banquetita y anafre, sabemos que el cambio no se cuece en una quincena, ni se logra con Excel y PowerPoint. El cambio es como calle empedrada: incómodo, lleno de baches, pero necesario pa’ llegar al otro lado sin que se nos caigan los ideales del morral.
Así que si usted está metido en algún movimiento, en alguna lucha, en alguna trinchera de esas donde todavía se cree en el “sí se puede”, nomás no se deje seducir por el canto del burócrata que todo lo aplaza. No se rinda cuando le cierren la puerta en la mera jeta. Y sobre todo, no caiga en la tentación de volverse uno de ellos nomás porque ya le dieron su credencial y su silla giratoria.
Hay que chingarle, sí. Hay que denunciar, ladrar, incomodar, y también, hay que organizarnos con más colmillo. Porque pa’ que no nos gane el moho institucional, hay que ventilar los espacios, ponerle nombres a los cuellos de tortuga que nomás no dejan avanzar, y enseñarles que el pueblo ya no está pa’ aguantarse más tragos amargos servidos con sonrisa de funcionario.
Porque si bien la mezquindad se infiltra, también la esperanza se contagia. Y esa no se imprime en formatos ni se archiva en expedientes. Esa se camina, se conversa, se grita en la plaza y se construye entre todos. Y uno, como lomito callejero, lo sabe de a de veras. Porque aunque me hayan pateado, corrido, ignorado y hasta intentado atropellar, aquí sigo, con las orejas bien paradas, oliendo el aire de la calle, esperando que algún día sí cambie la cosa… pero de a de veras.
Y mientras eso llega, pues ahí me verán: callejeando, husmeando la corrupción chiquita y la grande, ladrando a las puertas cerradas, y moviendo la cola a los que de verdad se rifan por un país más justo, menos manchado de saliva burocrática.
¡Vamos pues, raza! ¡No dejen que el papeleo les apague la revolución!
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