Hoy desperté con el dulce sonido de una notificación de mi banco en mi celular, anunciándome que solo me quedaban $37.80 y deseándome Feliz Día de las Madres.
No, no me puse cursi ni me brotó el instinto filial como si esto fuera una telenovela turca. Pero sí me puse a pensar —entre la miseria y la cafeína— en esa figura sagrada y malentendida que es mi madre. Porque sí, le guardo cierto rencor. No por nada específico, sino por todo: por parirme, por obligarme a convivir con humanos, por imponerme unas tías con ideas ridículas y dramas hormonales que merecían serie en HBO. Por esa presión social de “sal de tu cuarto, saluda, ponte bonita”. ¡Como si ser un mueble pasivo-agresivo no fuera una opción válida de vida!
Y sin embargo, la quiero. No me preguntes por qué. Es como querer a tu cactus: te pica, te ignora, a veces se le seca una parte... pero ahí estás, regándola con la esperanza de que un día te dé una flor. Aunque sea una flor de un día.
Cada año, cuando se acerca este día lleno de promociones cursis y comerciales con fondo de piano lento, me debato entre regalarle una licuadora barata o un vale por una hora de silencio (que yo sepa, aún no existen, pero deberían). A veces se merece su regalo. A veces no. Pero siempre se lo doy. Porque respeto a mí madre... aunque haya contribuido al caos que soy. Cualquier otra me hubiera abandonado en una casa hogar o ahogado en un río.
Lo que sí me enoja, Félix, es este cuento de hadas colectivo donde se insiste en que todas las mujeres quieren ser madres. ¿Perdón? ¿Todas? ¿Incluso la señora del 307 que lanza chanclas a sus monstruos como granadas explosivas? ¿Incluso yo, que apenas puedo mantener vivo un helecho? No todas quieren, no todas pueden, y no todas deberían. Ser madre no te hace buena persona por default, así como tener gatos no te convierte en poeta bohemia. Hay mujeres que no nacieron para criar más que plantas... o, en mi caso, pensamientos cínicos.
Y tampoco está mal si se arrepienten. Sí, lo dije: arrepentirse. Qué escándalo, ¿no? Porque el dogma dicta que la maternidad es el “milagro de la vida” y no la trampa hormonal que a muchas les cayó sin aviso y sin condón. Si una se arrepiente de haber traído al mundo a un pequeño Brayan que ya salió en cinco videos del C4 —uno de ellos por robar focos navideños en abril—, ¿por qué habría que esconderlo? No todas las historias terminan en desayunos felices con juguito de naranja. Algunas terminan en gritos, deudas y arrepentimientos que huelen a pañal y a fracaso emocional.
Y de la negligencia, ni hablemos. Esas que tienen hijos como si coleccionaran estampitas, pero no saben ni la fecha de nacimiento de sus hijos. Las que manipulan con chantajes nivel tía Gisel, que siempre dice “¡Después de todo lo que hice por ti!” como si criar a sus criaturas no fuera su responsabilidad y no la peor decisión de su juventud. Y las peores: las que viven a costa de los hijos. No estoy diciendo que no se ayude a mamá, pero hay casos donde parece que la madre parió un seguro de vida con piernas. “Tú me vas a mantener”, dicen, y ahí están los hijos, cargando con las expectativas maternas como costal de papas podridas.
Así que sí, Félix, yo tengo mi propia visión de la maternidad. Y no, no es un altar con flores ni fotos de bebés calvos con ojos enormes. Es más bien una mezcla de respeto, trauma y aceptación. Respeto a las que lo hacen con ganas, con amor, y sin esperar medallas. A las que no crean más psicópatas funcionales. A las que intentan, la riegan, pero vuelven a intentar. A las que rompen el molde y no repiten patrones.
Y sí, felicito a las madres. A las buenas. A las imperfectas, pero conscientes. A las que saben pedir perdón cuando se equivocan. A las que no usan el título de madre como espada emocional para crear culpas.
A mi madre, a pesar de todo, le mando su regalo cada año. A veces es sincero. A veces es por inercia. Pero siempre con un dejo de cariño envenenado que solo los hijos bien criados, pero emocionalmente rotos, sabemos dar.
Te dejo, querido Félix. Me voy a preparar una cartita para mi madre. Esta vez no lleva corazones, pero sí lleva una frase que dice: “Gracias por darme la vida, aunque a veces me pese como una tonelada de plomo fundido”.
Con amor rencoroso,
Tu amiga antisocial favorita.
Rebeca Jiménez
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