Querido Félix
Hoy quiero escribirte con la serenidad de un monje tibetano que ha renunciado a los deseos mundanos… solo que en mi caso, los deseos a los que he renunciado son las conversaciones con humanos. Sí, ya sabes, ese deporte de alto riesgo emocional que algunos practican con un entusiasmo inexplicable, como si decir "¿cómo estás?" los hiciera mejores personas. No, no los hace.
Últimamente, he sido víctima de una conspiración silenciosa (no tan silenciosa porque implica gente hablando): la gente cree que mi mutismo natural es una red flag. Como si el hecho de que no hable significara que estoy triste, sola, necesitada de afecto, atención o, peor, amistad. Félix, ¿qué clase de lógica enferma es esa? ¿Desde cuándo el silencio es sinónimo de carencia emocional?
No hablo porque me caen mal. Punto. Me parecen insoportables. Sus temas de conversación son, en el mejor de los casos, un castigo medieval. Si no es el fulano que explica por qué el crossfit le cambió la vida (¿a qué costo?), es la tipa que quiere que le aplaudan porque dejó el azúcar (pero no el ego). Y no olvidemos a los místicos del "todo pasa por algo", con sus frases de galleta de la suerte, esos poetas de cafetería que creen que la vida se resuelve respirando profundo y repitiendo "soy merecedora". ¿Merecedora de qué? ¿De un zape en la cabeza?
La verdad es simple y no muy glamorosa: estoy conviviendo en el mismo espacio con ellos, porque me obligan. Trabajo, escuela, reuniones familiares. Todos esos lugares a los que uno asiste con la misma actitud que tendría al entrar a una sala de operaciones sin anestesia. No voy por gusto. Nunca he ido por gusto. Siempre ha sido por supervivencia básica, como un animalito acorralado que sabe que si no cumple, no come. La diferencia es que el animalito no tiene que escuchar a su tía decir que "antes todo era mejor".
Y como no hablo, empiezan con las preguntas: "¿Estás bien?", "¿te pasa algo?", "¿te sientes sola?", "¿quieres contarme?". NO. No me pasa nada. Sí, estoy bien. No, no me siento sola. Y no, no quiero contarte. No soy ni tu psicóloga, ni tu amiga, ni tu confidente designada. Apenas si me soporto a mí misma, ¿cómo esperas que cargue con tus traumas, tus sueños rotos y tu ex que no te ha desbloqueado? No gracias. Lidiar con mi propio caos mental ya es un trabajo de tiempo completo sin prestaciones ni días de descanso.
También está ese sector de entusiastas de la vida que insiste en que “necesitas una pareja”. Mira, Félix, no. No necesito una pareja. Y mucho menos una de esas que tienen hambre emocional crónica y creen que compartir memes ya es prueba de amor. ¿Tú sabes lo que es fingir interés en cómo fue su día cuando uno solo quiere ver videos de cocina que jamás hará en la vida real? Ya bastante tengo con no asesinar a nadie como para, encima, hacer espacio para los sentimientos ajenos.
¿Para qué? ¿Para discutir sobre qué serie ver mientras fingimos no odiarnos? ¿O para que alguien me "complete", como si yo fuera un rompecabezas siniestro al que le falta la pieza del ojo? Gracias, pero prefiero mi soledad, mi sofá y mis plantas (que, por cierto, también las odio, pero al menos no hablan).
Y luego los reclutadores de “trabajos mejores”. Esa secta capitalista que cree que si no estás aspirando a un sueldo de seis cifras eres una fracasada con complejo de tortuga. "¿No quieres un puesto más alto?", me preguntan con esa sonrisa de tiburón disfrazado de coach. No, no quiero. Un trabajo mejor pagado a cambio de más horas de explotación, menos sueño y cero dignidad, ¿Cambiar mi actual empleo de "esclava corporativa de bajo nivel" por uno de "esclava corporiva con traje sastre y úlcera"? No, gracias. Me costó décadas de terapia pasiva-agresiva alcanzar este zen del desprecio. ¿Sabes lo que es lograr que tu jefe crea que tu sonrisa tensa es "amabilidad profesional"? Soy básicamente una espía en una guerra fría contra la expectativa social.
Félix, lo que esta gente no entiende es que yo estoy bien. Así como estoy. En mi rincón de paz interior, en mi silencio consentido, en esta especie de meditación antipática que me costó años alcanzar. No me volví zen de la noche a la mañana. No. Fue una lucha diaria contra la expectativa social, el mandato de la productividad, y las ganas de escupirle café caliente a quien se atreviera a decirme “necesitas hablar más”.
¿Sabes qué fue lo más difícil? Convencerme a mí misma de que no tenía que cumplir con sus guiones. Que está bien no ser la amigable, la empática, la que sonríe por reflejo o la que siempre dice "sí" para evitar incomodidades. Me tomó años (y una buena dosis de misantropía ilustrada) aceptar que yo funciono mejor en modo observadora. Que soy ese personaje de fondo que en realidad lo ve todo y lo escribe en su mente, para luego contártelo a ti.
Y no es porque odie a la humanidad, bueno, no del todo. Es solo que... hay algo en la forma en la que la gente se relaciona que me parece absurda, como una mala comedia romántica sin guion. Todos fingiendo ser interesantes, profundos o bondadosos, cuando en realidad lo único que buscan es una validación barata envuelta en likes o abrazos obligatorios. Yo ya no quiero nada de eso. Yo quiero paz, silencio, aire acondicionado y un poco de espacio para ver cómo colapsa el mundo desde mi sillón sin que nadie me interrumpa.
Así que no, no estoy triste, ni rota, ni solitaria. Estoy simplemente en mi mejor etapa. Silenciosa, sí. Solitaria, por elección. Desencantada, pero feliz. Y si alguien no puede lidiar con eso, pues que vaya a hacer terapia... o a gritarle sus penas a una pared. Seguro la pared los entiende más que yo.
Con rencor y cariño (mi dualidad favorita),
Tú amiga antisocial favorita.
Rebeca Jiménez
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