Liturgia del polvo
El polvo cae como una oración
que nadie escucha.
Se posa sobre retratos vencidos,
sobre cartas que olvidaron su voz,
y en la esquina donde el reloj
detuvo su tic por hastío.
Todo vuelve al polvo,
incluso los besos malgastados,
los nombres susurrados en vano,
los pasos que no llegaron a destino.
En su avance lento
nos recuerda que fuimos
—y que dejamos de ser—
sin alarde,
como la sombra que se apaga
antes de que anochezca.
El tiempo no es un río:
es ceniza que se cuela entre los dedos,
es la partitura que se desvanece
antes de ser tocada.
Y nosotros,
testigos de lo que no ocurre,
construimos catedrales con migajas,
esperando que alguien rece
por lo que fuimos.
El olvido es un dios cortés:
no grita,
solo borra.
Una palabra menos cada día,
un rostro más difuso,
una emoción que ya no tiene cuerpo.
Y aun así, la nostalgia insiste,
como un perro viejo que regresa
al umbral de una casa que ya no existe.
Todo es fugaz.
Pero hay belleza en esa fugacidad:
la belleza de una página quemándose,
de un perfume que se recuerda,
de la luz que muere en la madera
y la deja más noble.
Al final,
seremos polvo,
sí,
pero polvo que amó,
que lloró en voz baja
y que —por un instante fugaz—
fue llama
en la vasta oscuridad.
Por OA
Comentarios