Por Félix Ayurnamat
Hoy vamos a platicar de Saturnino Herrán, un artista que, te lo digo de frente, debería ser más famoso de lo que es. Mientras caminaba por el Museo Nacional de Arte en la Ciudad de México por primera vez, me topé con un óleo de Saturnino Herrán que me detuvo en seco: La ofrenda (1913). No era solo la paleta de colores ocres vibrantes y azules, sino la manera en que una figura indígena sostenía un racimo de flores de cempasuchitl frente a un paisaje que parecía desvanecerse entre lo real y lo simbólico. Ahí entendí por qué Herrán no es solo un pintor más del siglo XX mexicano, sino un puente frágil y necesario entre la tradición y la modernidad.
Herrán nació en Aguascalientes en 1887, en un México que aún se debatía entre la herencia colonial y la urgencia de construir una identidad propia. Su obra, breve pero intensa (murió a los 31 años), refleja esa tensión. ¿Cómo representar lo mexicano sin caer en estereotipos? Él lo intentó integrando técnicas académicas europeas—como el claroscuro de la escuela española—con temáticas locales: indígenas, mercados, rituales. No se trata de exotismo barato, sino de un diálogo visual que cuestiona: ¿qué significa ser mexicano en un país que apenas se rehace después de una revolución?
Desde joven, mostró interés por el arte. En Aguascalientes, recibió sus primeras lecciones de pintura con José Inés Tovilla y Severo Amador. A los 16 años, se trasladó a la Ciudad de México para estudiar en la Escuela Nacional de Bellas Artes, donde tuvo maestros como Antonio Fabrés, Germán Gedovius y Julio Ruelas. Esta formación académica le proporcionó una base sólida en dibujo y pintura, pero Herrán buscaba algo más: una expresión que resonara con el espíritu de su país.
Saturnino, en vez de pintar dioses griegos, decidió pintar a la gente de a pie: campesinos, ancianos, vendedoras de ollas. ¿Por qué? Porque sabía que en sus arrugas y sus rebozos había una épica silenciosa.
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Nuestros dioses antiguos, 1916
Herrán no idealizaba lo indígena. En “Nuestros dioses antiguos”, pinta a un grupo de indígenas, musculosos, uno de ellos con el rostro viendo al suelo, casi en sumisión. No es el indígena exótico que venderían los folletos turísticos posteriormente; es alguien que carga con el peso de la historia. Ahí está su crítica social: ¿Dónde quedó la grandeza prehispánica? ¿En museos? ¿O en la sangre de los que hoy piden justicia?
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La cosecha, 1909 |
Su estilo, influenciado por el modernismo catalán y el simbolismo belga, a veces choca con sus temas. En "La cosecha" (1909), por ejemplo, las figuras y los colores planos recuerdan a Joaquín Sorolla, pero la escena—un grupo campesinos—es pura tradición vernácula. ¿Es esto mestizaje estético o una contradicción? Yo lo veo como una búsqueda honesta: Herrán no oculta sus influencias, sino que las pone al servicio de una narrativa nacional.
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Los ciegos, 1914 |
Pero no todo es armonía en su obra. En "Los ciegos" (1914), Uno de ellos aparece retratado con una crudeza que hiere. Su mano deforme, su mirada vacía… Es una llamada de atención contra la marginación. ¿Cómo no pensar en los desplazados por el progreso que tanto celebraba el Porfiriato? Herrán no se limita a pintar; interroga. Y a nosotros, como espectadores, nos deja una tarea: ¿cómo mirar estas piezas sin romantizar la pobreza?
Herrán murió joven, a los 31 años, y pienso: ¿qué hubiera pasado si viviera más? Quizá sería tan famoso como Rivera o Siqueiros. Pero él ya estaba plantando la semilla del muralismo. En 1911, hizo el proyecto para el friso del Teatro Nacional.
¿Por qué nos cuesta tanto reconocer a los artistas que no encajan en el “gran relato”? Herrán no fue un muralista con megáfono político ni un indigenista de pose. Fue un ser humano que pintó lo que vio: un México mestizo, contradictorio, herido y hermoso. La próxima vez que veas una de sus obras, fíjate en las manos de sus personajes. Están llenas de tierra, de trabajo, de vida. Como las nuestras.
Académicos como Justino Fernández han señalado que Herrán anticipó el muralismo mexicano, pero sin su dogmatismo. Sus obras no gritan consignas; susurran dudas. En "La leyenda de los volcanes (1910-1912)", por ejemplo, el mito de Popocatépetl e Iztaccíhuatl se traduce en formas que oscilan entre lo épico y lo íntimo. No es un homenaje folclórico, sino una reflexión sobre la memoria colectiva.
El arte no son solo cuadros en una pared. Es espejo y denuncia, legado y pregunta. ¿Y qué decir de su técnica? Dominaba el dibujo como pocos—sus estudios de anatomía son impecables—, pero en lugar de usarlo para retratos aristocráticos, lo aplicó a cuerpos trabajadores, rostros surcados por el sol. En "El rebozo" (1916), la tela no es solo un accesorio; es un símbolo de identidad.
Saturnino, aunque no lo sepamos, sigue ahí, en cada rincón donde alguien se atreve a mirarse sin máscaras.
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