Victimas del pecado. 1951 |
Por Andrea Méndez
Hay algo en el cine de rumberas que me hace sentir como si estuviera viendo un espejo roto. Cada fragmento refleja una parte de la sociedad, de la mujer, de la vida misma, pero nunca de manera completa. Es como si el género, con sus melodramas exagerados y sus coreografías, nos dijera: “Aquí está la belleza, pero también está el dolor, y no puedes tener una sin lo otro”. Y yo, que siempre he sido obsesiva con los detalles, me quedo horas analizando esas escenas, esos planos, esos gestos que parecen insignificantes pero que lo dicen todo.
El cine de rumberas, para quienes no lo conocen, es un género único en la historia del cine mexicano. Surgió en los años 40 y 50, y aunque a primera vista podría parecer un simple vehículo para mostrar bailes sensuales y melodramas pasionales, en realidad es mucho más. Es un retrato de la mujer en un mundo que la oprime, pero también la celebra. Las rumberas, esas figuras icónicas como Ninón Sevilla, Rosa Carmina, Amalia Aguilar, Meche Barba o María Antonieta Pons, no eran solo bailarinas; eran personajes complejos, mujeres que luchaban por su lugar en un mundo que las quería ver caer.
Si algo definió al cine de rumberas, fue su capacidad para hacer del movimiento un dispositivo narrativo. Cada danza no era solo un número musical, sino un conflicto en sí mismo. La cámara aprendió a seguir los cuerpos, a atraparlos en encuadres cerrados cuando la tensión aumentaba o abrirse para mostrar el vértigo de la pista de baile.
No es casualidad que muchos de estos filmes se rodaran con un estilo cercano al cine negro. Las luces y sombras, los contraluces dramáticos, los encuadres en diagonal que acentuaban la inestabilidad del mundo de las protagonistas. Porque la rumbera no solo bailaba: huía, enfrentaba, seducía o se desmoronaba frente al lente.
El cine de rumberas es fascinante porque encarna una fantasía recurrente en la historia del cine: la mujer como espectáculo, pero también como amenaza. Eran personajes que rompían con la idea de la mujer sumisa o pura, imponiéndose con una presencia física arrolladora. Eran lo prohibido, pero también lo deseado.
Sus historias casi siempre estaban marcadas por la redención o el castigo: la rumbera que encuentra el amor y deja el cabaret, o aquella que sucumbe a su destino trágico. Pero más allá de estos finales, el género nos dejó una serie de imágenes imborrables: Ninón Sevilla descalza y cubierta de lentejuelas, girando como un torbellino en Aventurera (1950); Rosa Carmina escapando en la noche húmeda de la Ciudad de México en Perdición de mujeres (1951); Amalia Aguilar encendiendo la pantalla con su energía frenética en Amor perdido (1951).
Y aquí es donde quiero detenerme, porque el cine de rumberas no solo aportó historias, sino también una estética visual que marcó un antes y un después en el cine mexicano. Los directores, como Alberto Gout o Juan Orol, entendieron que el baile no era solo un espectáculo, sino una forma de narrar. Las coreografías, con sus movimientos sensuales y precisos, eran una extensión de las emociones de los personajes. La cámara no solo observaba, sino que bailaba con ellas. Los planos cerrados en los rostros sudorosos, los pies descalzos golpeando el suelo, las sombras proyectadas en las paredes del cabaret… todo eso creaba un lenguaje visual que hablaba de pasión, de resistencia, de libertad.
Recuerdo la primera vez que vi Victimas del Pecado (1951). Fue en una sala de cine de la universidad, casi vacía, y yo estaba sentada ahí, distraída, pensando en mis tareas pendientes. La escena en la que Ninón Sevilla baila en ese vestido negro, moviéndose entre luces y sombras, me atrajo a la realidad. No era solo un baile; era una declaración de independencia, un grito silencioso. Y luego está la fotografía, esa iluminación que juega con el claroscuro, creando un ambiente que es a la vez sensual y melancólico. Es como si la luz y la oscuridad estuvieran en constante lucha, igual que las protagonistas.
El impacto del cine de rumberas en la historia del cine es innegable. No solo porque abrió puertas para que las mujeres fueran más que “la esposa de” o “la hija de”, sino porque también exploró temas que otros géneros no se atrevían a tocar: la prostitución, la maternidad, la violencia de género. Y lo hizo con una estética que, aunque a veces pueda parecer kitsch, es profundamente simbólica.
A veces me pregunto por qué este género me toca tanto. Quizás sea porque, en esas películas, veo reflejadas mis propias contradicciones. Como mujer, como amante del cine, como alguien que siempre está buscando respuestas en los detalles. El cine de rumberas no tiene todas las respuestas, pero sí hace las preguntas correctas. Y en un mundo que a veces parece tan gris, sus colores, sus luces y sus sombras me recuerdan que la vida, como el baile, es un equilibrio entre el dolor y la belleza.
Así que, si algún día ven que están pasando una película de rumberas, no la vean solo como un producto de su época. Mírenla con atención, deténganse en esos planos, en esos gestos, en esas miradas. Porque ahí, en ese baile entre la tragedia y la luz, hay algo que nos habla de nosotras, de nuestras luchas, de nuestros deseos. Y eso, creo yo, es lo que hace que este género sea tan especial.
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